Úbeda: tus límites humanos, y 5

14-07-2009.
Editado en la revista Gavellar.
Año IX, n.º 104.
Julio de 1982, p. 13.
Yo soy un hombre taciturno y me resulta difícil dejar de serlo. Las personas suelen ser taciturnas fuera de un ambiente familiar y conocido. Úbeda, como ciudad y como gentes, tiene mucho de taciturna.

Y esta manera de ser, callada y reservada, no es agradable para el trato o, más bien, resulta poco conveniente. Las relaciones sociales requieren don de gentes, explicaciones amables, salero y donosura en el trato, afecto e interés palpable por los demás.
Pero ser taciturno no quiere decir que uno no tenga afecto auténtico; que no advierta lo bueno y malo de las personas, de los hechos y de sus circunstancias. El taciturno no es tonto. Es, según la propia definición de la palabra, una persona que, cuando le llega su turno para hablar y opinar, se calla y lo convierte en “turno tácito, callado”. Así, uniendo las dos palabras, nos quedaría un tácito-turno, fácilmente integrable en la palabra que estamos comentando.
Bien; yo estoy fuera de mi ambiente familiar desde los doce años, y la vida me ha enseñado a ser callado, cuando no estoy en confianza. Me casé con una ubetense y tengo de ella dos vástagos. Me siento de aquí, aunque me ha costado tiempo y años. Úbeda me duele ya y, con ella, todas sus cosas y personas. Dicho de otro modo: después de muchos años, me siento en confianza aquí. Por eso he roto mi forma de ser taciturna y me he atrevido a hablar, llevado de mi mejor intención, de mi mejor objetividad, apoyado en mi perspectiva de hombre que conoce otras gentes y lugares, en el aprendizaje que los caracteres y los humores te van dejando a lo largo de la vida.
Pero no es tiempo de hablar de mí, sino de Úbeda. El carácter taciturno tiene unas ventajas: no te equivocas, no incordias, no creas tensiones, si lo que tienes que decir no va a ser agradable para el otro. A propósito de esto hace mucho tiempo que tengo guardadas unas citas en mi agenda portátil sobre la corrección fraterna. El sabio rey Salomón, en su libro de Proverbios (8-9), dice: «No reprendas al burlón porque te cobraría odio; reprende al sabio y te amará». Sé que Úbeda es una ciudad sabia y que me habrá comprendido en mi ánimo sincero. Algunos me han dicho que me he querido fijar en la paja del ojo de mi hermano y no he querido ver la viga en el mío. Y no se trata de echar en cara nada a nadie. Se trata de hablar sin maldad, con la claridad que lo deben hacer los hermanos en la casa, cuando esa casa conoce el amor. Se trata de decirnos las cosas en la cara, sin rodeos, pero sin pretensiones de querer llevar razón por encima de todo.
Esta frase que me ha salido al paso, decir las cosas a la cara o en la cara, suele ser para mí un baremo de las personas que trato, porque en ella se unen conflictivamente la justicia y el amor. Decir las cosas en la cara se ha entendido siempre como de mala educación y creo que la mala educación es un añadido al decir o hacer. Lo que advierto es que no tenemos claridad de intenciones y preferimos callar (turno tácito) a decir lo que en verdad pensamos, independientemente de que llevemos o no razón.
Respeto esa filosofía que dice frases como la siguiente: En esta vida siempre hay verdades que no se pueden decir. Y yo, discrepo y matizo: depende de cómo se digan. Todo se puede decir. El problema está en el proceso de la comunicación. Ya digo que no hay que confundir la justicia con el amor. Si yo tengo un hijo drogadicto, es justo que lo reconozca y lo intente corregir; pero es necesario que lo ame y que sufra con él. Parece que nuestra sociedad taciturna prefiere hablar por lo bajo del hijo drogadicto de José María Berzosa (es un supuesto, por Dios) y que no haya nadie, un amigo, un pariente, que te eche una charla o un abrazo y te dé a entender, con ese breve gesto, que está contigo y que no te critica dulcemente por detrás.
«Como el almendro florido
has de ser con los rigores:
si un duro golpe recibes,
suelta una lluvia de flores».
(Salvador Rueda).
Mi amigo, al que he traído a cita siempre en esta serie de artículos, no podía faltar a la hora de la despedida. Era un gran observador, que casi siempre atinaba en sus juicios. Pero tenía un terrible miedo a hablar, enjuiciando públicamente. Sólo se confiaba a mí y a alguno más que conocemos certeramente. Él se fue de Úbeda un tanto decepcionado por la catadura de sus gentes; pero no se fue con odio. Bueno, esa era su opinión. Yo pienso que los de Úbeda son una especie única e irrepetible en casi todo el mundo: tienen interés por lo suyo, se esfuerzan, luchan, se enorgullecen de lo que tienen y lo defienden con uñas y dientes. Eso es bueno, salvo en los excesos. Pues bien, este amigo sufrió y padeció un inevitable asedio mental con unas frases de Santiago, el apóstol que patrocina nuestro hospital‑monumento. Fue en la fiesta de la Oración del Huerto, cuando aún hacía estación en aquel recinto religioso, y escuchó del predicador estas palabras:
Hermanos míos, no os erijáis en maestros, sabiendo que tendremos un juicio más severo. Pues todos tropezamos en muchas cosas. Si alguno no tropieza en la palabra, este es un hombre perfecto, capaz de poner freno en todo su cuerpo. La lengua es entre nuestros miembros la que contamina todo el cuerpo, la que inflama el ciclo de la existencia con el fuego con que el infierno la inflama a ella misma. Con ella bendecimos a nuestro Señor y Padre, y con ella maldecimos a los hombres creados a imagen de Dios; de la misma boca sale la bendición y la maldición. No tiene que ser así, hermanos míos. ¿Mana la fuente por el mismo caño agua dulce y amarga? ¿Acaso, hermanos míos, puede la higuera dar aceitunas o la vid higos? Tampoco un manantial salado puede dar agua dulce.
Aquello fue un sermón de los de antes, que a mi amigo le causó impresión honda. Desde aquel día no logró superar el trauma de la palabra. Nunca se atrevió a criticar, a enjuiciar en público; ni siquiera entre amigos: sólo en nuestro breve grupito de tres personas, y no siempre. Se marchó de Úbeda y me mandó por escrito sus recuerdos en lontananza, cuando el juicio parece atemperarse. Mi amigo, de visión lúcida, seguía siendo imparcial y objetivo casi; casi hasta hacer daño. Hoy he recibido una carta suya en la que me pide, por favor, que no vuelva a utilizar sus notas en la revista Gavellar. Le debo una carta de disculpa. Prometo mandársela más adelante desde estas páginas. ¿Cuándo?
José María Berzosa Sánchez.
Profesor Agregado de Lengua y Literatura.
berzosa43@gmail.com

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