
A veces Claude Lelouch bebe sin prisas
cuando ya sólo queda ese perfume,
ese extraño perfume
que Annie Girardort deja
flotando en el plató
como una gasa tibia y elocuente.
A veces se despide como un oso
de Berlín o de Berna
‑zarpa y ternura‑,
como un oso de trapo
con los labios de alcohol
y ojos de purpurina.
Annie queda atrapada,
envuelta en celuloide,
con su rostro anguloso
y sus espesos párpados
entre telas de arañas,
hipnotizada.
Rocco no está esta vez,
tampoco sus hermanos.
Es sórdida e irreal
la sombra del suburbio.
El cine abre sus fauces hacia la noche
y el espeso calor de su garganta
se disipa en la niebla
como el hielo se funde con la sal.
