
La comunidad educativa, satisfecha, se mecía en la formación técnica. A nadie le inquietaba que en ese adiestramiento en serie, los chicos, sin contrapartidas humanísticas, religiosas… reducidos quedaban a máquinas humanas. Pero, ¿y el ser humano? ¿Sus categorías?
Los profesores, seglares ‑salvo algún “maestro ciruela”‑, bien domesticados, la mayor parte cumplían… Pero la formación humana era misión de la Compañía. Y la razón de su titularidad.
Por entonces, las Escuelas Profesionales eran aparcaderos de estudiantes cortos, pobres, problemáticos… Y las instituciones que las administraban destinaban a ellas sus excedentes. Círculo vicioso, peyorativo.
Como aludir a la falta de rumbo en aquellos tediosos Consejos de Dirección era mentar la bicha, Burguillos abordó puntos más entrañados en el espíritu de la Orden. Tal, la descristianización del internado y el rechazo de los propios jesuitas… ¡Cuántos domingos abandonaban los internos la capilla, sin misa…! A pesar de su silencio, se le catalogaba a Burguillos como un odioso testigo de esas ausencias de celebrantes. O como un indeseable oyente de aquellas homilías menestra.
No era, en verdad, Burguillos, un subordinado al uso, fácil y obsequioso. Tenía claro que su misión en un internado o acuartelamiento, como aquel, era forzar un clima educativo. Siempre fue muy personal, exigente en su labor educativa. Y, en aquel desconcierto, se afianzaba más en su estilo y objetivos. Educar, educar para Burguillos, siempre fue hacer arte… Arte de encantamiento. Y, si daba con sujeto consistente, era seducirle para que se sumergiese en sus profundidades, y rescatase el mineral precioso de sus disposiciones… Y que lo fundiera y engarzara en su propia personalidad.
Si Burguillos, en vez de ideales humanistas claros, fuera un subordinado versátil, obsequioso, reverente y bien mandado, sería un viejo reconocido en la Safa o en Cristo Rey. ¡Qué horror! No hubiera sido él mismo… Que nunca tuvo vocación de amanuense. Demasiado sugestiva la vida para gastarla al dictado de pésimos redactores… En esta clave de ritmo y nivel, Burguillos resultaba incómodo para Superiores acartonados. Porque, o humildes y generosos daban por buenos sus métodos y proyectos, o se les hundía el chozo. A su modo, justifica a quienes no pudieron soportar su estilo y le pusieron proa a la calle. Condena lo abyecto de sus medios, por el atropello de la dignidad humana y el desinterés que por el bien de los chicos implicaba. Y, al fin, más al aire les quedó el plumero…
Cuando todavía Burguillos se tenía por sarmiento asido a la Compañía, eludió pronunciarse sobre quién había dañado más a la Orden: si tanta gente valiosa que se fue decepcionada o los que se quedaron porque no tenían adónde ir… Hoy lo tiene claro.
Llegó la hora. Y no se sabe quién se sintió más a gusto. El Rector, como lechuga sin chupones, se quedó descogollado de incordios. Burguillos, ya en la calle, no se sintió como chucho sin amo. Más bien, como perro sin pulgas. Y hubo de luchar por no perder los derechos del despido. Bien menguados fueron. Profesor titular, veinte horas semanales. Coordinador de no sabía cuántas historias… Y, además de “una buena ama de casa”, Director del Colegio Menor de Miralar.
Esperó meses. Y en malos modos, por casi seis trienios de indemnización, finiquito y cuantiosos atrasos, tuvo que conformarse con dos millones muy corticos. El inri mayor estuvo en tener que firmar su propio despido “por bajo rendimiento laboral”. O sea, por inutilidad u holgazanería. Buen florón para sus treinta años luchando por enseñar a tanto ignaciano cerril cómo se pastorea a los jóvenes.
Burguillos nunca pensó contraatacar. No por falta de imaginación o de municiones. Hubiera tenido algo de sadismo. Que ya, por chicos y grandes, iban bien vapuleados como para enredarlos ahora en auditorias y requerimientos de gran calado y antiguo arranque. Y si no le fuera indicado con tanto anticipo su último viaje, él no se hubiera acordado del Padre ni de los Hermanos. Pero le guste o no, son un largo trozo en la cuerda de su vida. Y él les amó cálidamente.
Aun sin la opacidad que le aniebla la mente y el nudo corredizo que le aprieta el ánimo, Burguillos nunca hubiera jugado a tender al sol ropa sucia… Pues él, al contrario que Amilibia, que en “ídolos de barro” todo lo presenciaba, él nunca vio nada. Y además debe callar… Que no siempre estuvo limpio para arrojar la piedra… Y, si sus aventuras no deja al aire, no es por recato. Por respeto es a quienes tanto le dieron. Respeto que impide aderezar estas páginas con el morbo y la sal de la lujuria. Que, al fin, humano es; y nada de los humanos estimaba Burguillos extraño al barro en que estaba amasado.
Desprenderse de la Compañía tras tantos años de ilusiones, acaso no fuera para él como beber un vaso de agua. Pero como fue a través de una Comunidad y un Superior que apenas le recordaban a aquella que tanto le marcó, le costó muy poco. No tuvo Burguillos conciencia de haber perdido un vaho de cultura o piedad. Mucho menos unos amigos. Que todos ‑comisión y omisión, despecho y miedo‑, todos propiciaron el regodeo y alevosía con que todo se perpetró. Y todos, cómodos y bien comidos, cooperaron en el caos educativo y religioso en que se les hundió el internado y hoy se hunde Cristo Rey.
Quizá se interpreten estas páginas como el pus de una herida enconada. No. De resentimiento, ¡nada! Ni siquiera desquite o réplica. Llevan el sabor fuerte de la sal que piden algunas verdades.
Porque, si Burguillos no se hubiese pertrechado de arrestos y clarividencias, le descuartizan psíquicamente. Que nadie sabe bien de lo que, enfierecida, es capaz una punta de clérigos alicortos, pretenciosos y aminorados. Y qué empeño tan bien conjuntado pusieron en reducirle a ser alguien insignificante…
—Calla, Burguillos, que estás acabado. Jubílate, que ya no rulas.
Se lo dijo sin venir al caso… Y cuantos comensales le oyeron, ruidosos le rieron el golpe. Era un lego muy lego. Tripero y buscavidas. Se le había escapado a Umberto Eco de la pluma. Y ¡qué bien encajó en Cristo Rey…!
Todo lo de Burguillos se perseguía con fervorosa acritud. Las lechigadas ‘camadas’ de sus perros y la venta espléndida, cóleras levantaban. El baile… ¡Ay, el baile! Aquellos llenos… Sin música les hacían bailar la polca y el cancán…
Todas estas cosas, a más de uno le revolvían la hiel contra Burguillos que, saciado, vivía de animadversión y de oprobios Que nada grato es que el día de su cumpleaños se pusieran como buitres con sus lechazos y cochinillos, bebiesen su vino de marca y no le felicitasen… O que la noche de Reyes, Santa Claus dejara una “pijadina” en la puerta de cada jesuita y saltase de vacío por la suya. O que, a la hora de la paz en la misa, le dejaran con la mano en el aire…
Algún jesuita dejó de acompañarle en sus paseatas campestres. Otros le evitaban en el comedor. Temían ser estigmatizados. Aquella pobre Comunidad, sin cohesión, desencantada, con un Rector itinerante, ciego o incapaz, languidecía al aire de un grupito impositivo, bien apiñado. Leve en formación, disoluto en comportamientos y alérgico al trabajo.
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