Un testigo de cargo: el cerro de los héroes, 9

11-05-2009.
Vergüenza habrán sentido los consejeros progresistas de Canal Sur (que cobran más de medio millón de las antiguas pesetas por sentarse en una mesa redonda), al comprobar cómo con el dinero público de los andaluces, esta vez de los andujareños, se ha tergiversado la historia, calificando la acción del asalto a las ruinas del Santuario en la noche del 30 de abril al 1 de mayo de 1937, de «matanza y masacre».

¿No se habrán removido en su tumba las cenizas de Miguel Hernández? Estoy seguro de que hasta el poeta de Las nanas de la cebolla habrá sentido cierto estupor cuando haya oído que él, sin comerlo ni beberlo, le hizo, hace ya la friolera de sesenta y pico años, una semblanza, nada favorable al “Pelao”.(Dice Iker que el tal “Pelao”es Cortés).
¡Qué diferencia entre la narración y descripción emocional que hace el poeta‑soldado Miguel Hernández de los rebeldes vencidos, siendo un fervoroso defensor de la II República, y estos feriantes de la parasipcología! El 1 de mayo de 1937 así describía Miguel Hernández la rendición del Capitán Cortés.
«La artillería intensificó su fuego contra el reducto de la Cabeza; los tanques, también. Sobre uno de los muros rotos del Santuario aparecieron dos figuras con una bandera blanca y otra roja. Suspendimos el fuego, la rendición se consumaba. Los soldados no podían contenerse en las trincheras. Saltaron de ellas muchos, y los guardias que quedaban rebeldes hicieron varias bajas. Del Santuario comenzaron a brotar mujeres y niños. Unos ciento cincuenta guardias civiles vinieron hacia nosotros con los brazos en alto. Un soldado se encontró con un hermano suyo, guardia civil, y se abrazaron llorando. Pude comprobar en aquellos momentos la grandeza del corazón popular: ni un insulto, ni una ofensa salió de la boca de los soldados, que ayudaban a curar a los heridos y sentaban a los niños sobre sus hombros. Muchos se conocían y se estrechaban la mano con emoción.
—¿Para qué habéis dado tiempo a esto, compañeros? —decían, mientras curaban las heridas nuestros hombres.
Para más inri, la familia Chamorro, aquella familia que según las videntes fue masacrada, andaba ya mermada por la muerte desde el 2 de febrero de 1937, tres meses antes del episodio final.
José Liébana, médico arjonero, pudo comprobar cómo la meticulosidad de Cortés extendía tarjeta de identidad serie A, número 24525, a nombre de Miguel Chamorro Sánchez, certificando su fallecimiento «el dos del mes actual a consecuencia de intoxicación».
Tan nefasta ficha estaba firmada en el «Campamento Virgen de la Cabeza el día 4 de febrero de 1937». Con él, murieron por la misma causa su hija Carmen, de veintidós años de edad y su hija Juana de dieciocho. Sus pupilas puntiformes, sus terribles convulsiones, sus ojos en estrabismo y su saliva enturbiada, fueron los síntomas de tan sentidas muertes por causa del hambre, que no por manos de matanceros.
De aquella familia, compuesta por el matrimonio y sus hijas, Carmen, Juana, Francisca, Ana, Remedios, Amparo e Isabel, sólo llegaron al final del asedio dos miembros: Amparo e Isabel.
La madre y sus hijas Francisca, Ana y Remedios, morían el día 26 de abril de 1937. Un cañonazo las destrozó cerca de la Casa de Colomera.
¿Fuentes que lo demuestren? Dos de primera magnitud:
El cerro de los héroes, publicación clave por las razones expuestas anteriormente y que más tarde abundará sobre lo mismo, en su página n.° 334 y un testigo directo de los hechos, la señora Bueno, que a sus ochenta y tres años, en plenas facultades mentales, nos confiesa en su domicilio de la calle san Juan n.° 1 de Andújar, lo siguiente:
«Aquel día 2 de febrero tenía yo por entonces diecisiete años, recuerdo que la mujer de Chamorro se acercó hasta mi madre llorando, en busca de un poco de aceite para que sus hijas, al tragarlo crudo, pudieran vomitar. No pudimos atenderla en su desesperada petición de socorro. No teníamos ni una gota de aceite. Aquel día, el Santuario vivió una tremenda tragedia humana».
A nuestra pregunta sobre el comportamiento que las tropas asaltantes tuvieron con ellas y los sitiados en la hora de la rendición, nos dice:
«Nos dieron un tratamiento correcto y humano. Ni los milicianos, ni los soldados se metieron con nosotros. Mis diecisiete años me hicieron temblar, pero nadie nos faltó en lo más mínimo el respeto. Si hubo excepciones, como las puede haber en todos los aspectos de la vida, las desconozco; yo no las vi».
No hay mayor ejemplo de recuerdo sereno que este testimonio de una mujer de ochenta y tres años. Sin ser mediatizada y en plena conciencia, se produce su propio Flash Back reviviendo la moralidad estricta de aquella época cuando tenía diecisiete años:
«Ni los milicianos, ni los soldados se metieron con nosotros. Mis diecisiete años me hicieron temblar, pero nadie nos faltó en lo más mínimo el respeto».
A pesar de mi insistencia y de repetir la pregunta con variaciones, ella nunca pronunció hechos y palabras propias de la camorra siciliana (crimen, horrendo, matanza, masacrados, matarifes y sin piedad). Yo no manipulé a mi testigo o, como ha hecho Tumbas sin nombre, no haré del pasado un circo de la memoria histórica, obviando bibliografía y testimonios de quienes han investigado aquellos hechos. Ni creo que Julio de Urrutia lo hiciera en su Cerro de los héroes, no sólo por el análisis que anteriormente ha hecho Santiago de Córdoba sobre la bibliografía del siglo XX en Andújar, sino porque Carlos de Torres Laguna, nada sospechoso de republicanismo y el médico que cuidó de la salud de los refugiados en el Santuario, el 8 de mayo de 1966 le escribía a Julio de Urrutia:
«No era fácil, ciertamente, escribir esta historia sin dejarse llevar por los manidos tópicos al uso y seguir prodigando los elogios sin medida ni discriminaciones. Usted lo ha conseguido plenamente, dándole a cada uno lo suyo y dejando las cosas en su legítimo lugar. La verdad histórica que en todo el libro resplandece, agiganta el mérito de la gesta, lejos de disminuirla».
Igualmente, el historiador inglés Hugo Thomas, en su grandiosa obra sobre La Guerra Civil española afirma que «El mejor libro sobre estos hechos es el de Julio de Urrutia, El cerro de los héroes, una apasionante obra de investigación. Los héroes no fueron debidamente recompensados en la España nacionalista».Finalmente, Julio de Urrutia, cuando publicó su obra en 1965 era militar con el grado de alférez provisional, lo que conllevaba la máxima autocensura para no caer en desgracia. Teniendo en cuenta todo, en El cerro de los héroes afirmaría el trato humanitario y especial que los republicanos dieron a sus enemigos nacionalistas, como la revisión del lenguaje que el franquismo y su propaganda debían aplicar para acercarse a la realidad de los hechos:
a) El capitán Cortés es capturado por los republicanos.
«Abriéndose paso entre los grupos de milicianos que pugnaban por llegar, irrumpieron en la estancia derruida dos oficiales del Estado Mayor de la 20.ª División:
—¿Dónde está el capitán Cortés?
—Soy yo —escuchose una voz, bronca, aunque paliada por el esfuerzo de emitirla, hacia uno de los rincones del refugio.
—¿Queda todavía alguna resistencia en el Santuario?
—Yo creo que no, porque han caído todos los defensores.
—¿Y estas mujeres y niños que aquí se ven?
—No son responsables de nada. Estuvieron confiados a mi protección. Yo reclamo de ustedes el máximo respeto en su favor y que, si han de fusilarme, lo hagan aquí mismo y cuanto antes, pero en presencia de mis hombres, que son unos valientes.
Pocas palabras más se cruzaron entre el herido y los dos oficiales republicanos. El nerviosismo de estos era evidente y, repito a fuer de sincero, que se portaron correctamente con el Capitán».
b) Los hechos y su lenguaje.
«[…] diré que, aparte de la sorprendente humanidad demostrada por los asaltantes, que llamó la atención de sus propios mandos, las circunstancias del asedio habían ya evolucionado notablemente. La milicianada del mes de agosto de 1936 era en mayo del año 1937 un ejército popular, si no en toda regla, sí con las bases de unidad y cohesión necesarias para proporcionar al Gobierno de Madrid una institución armada con cuadros de mandos, más o menos improvisados, pero con cierta disciplina en los frentes de guerra. En el correr de estas páginas, y de manera instintiva y natural, el propio historiador ha ido superando en parte ciertos adjetivos atribuidos con toda justicia a los sitiadores primeros, por otros más correctos como el de regular y republicano aplicados al Ejército de la zona marxista. La canalla frentepopulista de los capítulos iniciales es ahora el enemigo, y los estrategas Peris y Colomé son el Estado Mayor de la 20.ª División».

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