Trapos

13-05-2009.
Cuando se trata de banderas, en esta España de excesos y de bobadas, se da ya por establecido que de tratarse de la de España, birroja y amarilla, sólo caben dos posicionamientos, o la adoración fascista o militar (y su utilización mediática e instrumental) o su desprecio.
 

Cuando son otras banderas, de partido, de equipo y por supuesto de cualquier reino de taifas ibérico, lo menos que se hace es envolverse en sus telas, plantarlas en lugares bien visibles, desarrollarles ritos de reconocimiento, respeto y sumisión. Y los argumentos que valen para el desprecio de la española no lo son para devaluar el aprecio de las demás.
Las banderas son, al fin y al cabo, trapos. Por un trapo ni se muere ni se mata. Exacto. Todas lo son.
Las banderas surgieron como identificación ante el enemigo. Los soldados se guiaban por ese estandarte o bandera, trapo coloreado y pintado con signos variados que se pretendían originales y únicos, para ser más fácil su localización: por ello colores fuertes. El abanderado, en la refriega, era el más expuesto; se sabía que, acabando con el mismo, se perdía la cohesión y la referencia táctica del enemigo. Tomar las banderas significaba haber entrado en el núcleo más peligroso de la batalla. El abanderado, pues, debía ser el más valiente: de ahí el supuesto honor de portar la bandera. Este honor se transfirió del sujeto al objeto, y la bandera, por sí misma, ya constituía un ente honorable y digno de los ritos anejos al mismo. Se pasó a darle más valor al simple trapo de referencia.
Pero todavía la bandera era de simbología parcial, procedente de la milicia y, como más, señal de una comunidad en armas. Cambiar las banderas de un lugar demostraba que quienes dominaban desde ese instante eran otros.
El tremolar del Pendón de Castilla en una ceremonia anualmente continuada en Granada, por ejemplo, sólo trata de recordar que ahí y por los siglos se instalaron los cristianos, frente a los musulmanes que la perdieron.
La lógica evolución institucional y política devino en la instauración de estados centralizados y que pretendían ser fuertes tanto en su interior como en su exterior. La concepción de estado/nación necesitaba focalizarse simbólicamente y se optó por adoptar tres formas: himno con música y letra (si podía ser lo más ripiosa posible mejor); un escudo nobiliario o dibujo reconocible; y una bandera. Todos ellos para servir tanto de referentes únicos como de iconos básicos y uniformes, fácilmente asimilables e identificables y, a la vez, fácilmente explicables. Se inventaron así letras, músicas, heráldicas y colores con tales significados que la imaginación se queda corta.
Cuando surge uno de estos símbolos con verdadero valor, se nota porque surge del fondo del sentir del pueblo. Vean si no ahí La Marsellesa, paradigma del himno nacional, de valor inmenso en sí misma.
En España fuimos adaptando los objetos según las circunstancias. No tienen en verdad el arraigo que debieran, más por la secular inepcia de los gobernantes que de los gobernados. Ni bandera, ni escudo, ni himno surgieron del sufrimiento del pueblo. Y ahí está su descrédito o, al menos, su poco aprecio. La bandera nacional se usaba como alternativa de identificación frente a otros españoles (en principio sabemos que sólo servía para evitar confusiones en la marina), que la usaban distinta.
El himno se usaba como fanfarria para la parada de los granaderos reales y de ahí que ni siquiera letra se le pensase poner (y mejor no). El escudo es un ideal conglomerado de intenciones filiales y adherentes entre territorios. Aparte están los anejos temporales (o las eliminaciones) en el escudo, los cambios de color en la bandera, o en la letra y en la musiquilla operística. Poco hay pues de glorioso.
No obstante, declarar, por ejemplo, la poca simpatía por el trapo bicolor y admirarse del supuesto amor que otros territorios del exterior tienen al suyo es, al menos, ilógico o demasiado injusto. Ver ejemplar el alzar, saludar, rendir homenaje y culto en muchos países a sus banderas (ejemplo hasta la hartura el de USA) y no propugnarlo en el nuestro e incluso, cuando se intenta, ridiculizarlo, es de una incongruencia absoluta.
Yo hube de jurar una bandera, a la fuerza. Hube de cantar un himno (que no era el nacional) y ver izar las tres banderas del “Movimiento”, a la fuerza. Pero si salgo por ahí y contemplo el color rojo y amarillo de la nacional de España, siempre o siento curiosidad por saber quiénes hay ahí, o entiendo que de alguna forma se me representa.
Son trapos. Nadie debe ni morir ni matar por unos trapos. Mas cada uno, a veces, se guarda con cariño sus particulares trapos, aunque estén sucios.
 

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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