Miralar a contrapelo, 1

13-03‑2009.
Hacía ya tiempo que los chicos vestían de manga corta y los dormitorios apestaban a pies. Y a comunicarle al Rector su adiós acudió Burguillos. El Rector le recibió complacido. Y sin darle vez, le sugirió muy veladamente un nuevo plan, cuyo protagonista era él, Burguillos.

El nuevo Provincial estaba de visita. Y esa misma tarde le llamó. El padre Gutiérrez Semprún era un jesuita dinámico, emprendedor. Con política nada sinuosa, de par en par.
No se conocían y acogió a Burguillos muy cercano. Dos cumplidos, aludiendo a su modo de llevar los chicos. Y, sin más preámbulo, lo nombró Director de un improvisado Colegio Menor. La casa de ejercicios quedaba bajo su control. La ocuparían los de Bachillerato Electrónico y los de Maestría. Amplia autonomía. Cooperadores, jesuitas o seglares, a su arbitrio. Y le encarecía que fuese generoso en el bienestar y alimentación de los residentes.
Esto ya era otra cosa… Llevar a su aire a ciento cincuenta mozos, sin ingerencias educativas de jesuita alguno ¡era un sueño! La casa, Burguillos la había habitado. Grande, deteriorada, pero habitable. Y con muchas posibilidades. «Yo haré de ella ‑se decía‑ y de todos sus entornos, un hogar». Y se olvidó de sus oposiciones. Y con las llaves en la mano, los ojos y la sensibilidad a punto, recorrió Burguillos cada rincón. Ávido por escuchar qué le pedían el sótano, la terraza, aquella galería, novia del sol. Y los entornos. Y le alocaban tantos proyectos para darles belleza y vida. Y todos los días al caer la tarde, paseaba y rezaba por aquella terraza rica en alcores. A partir de ahí, ya gozosamente ambientado en Miralar, Burguillos consideró todo el tiempo dejado en el “gran Cristo Rey” como años perdidos. Sin humus vital, compensación ni esperanza alguna. Asechado y estéril, lo recuerda como el más árido de su vida pedagógica.
Su nombramiento en la Comunidad produjo, como era de esperar, gozos y salpullidos. Ya no era la humillación de aguantar a un quidam al frente de los mayores. Esta nueva promoción era un afán cruento de minusvalorar cualidades innatas ‑presuntas‑. Y hasta devaluaba el insustituible carisma S. J.
Aquello le hizo sonreír. Curiosamente oportuno. En una cabalgata colegial, una gran pancarta. Las torres de la catedral burgalesa. Texto: «Burgos ciudad privilegiada. ¿Por qué? ¿Por qué?». Ya saltaba la pólvora…
El nombramiento fue obra de G. Semprún, por sugerencia de U. Valero, recién nombrado Provincial de España. Mal le cayó al agallegado Rector. A los cuatro días de iniciado el curso, ante los colegiales, le dio un bufido. Escocido, aludió a la protección del P. Valero.
¿Se habría precipitado Burguillos aceptando a la ligera el nuevo estatus? Aún estaba a tiempo de irse a casa. Y dispuesto a ello, pasadas unas horas, fue al Rector. Le pidió explicaciones. Y le repitió que el arte de educar, además de criterios, ángel y espíritu, requiere sosiego y satisfacción íntima. Y que como su actitud quisquillosa y hostil no se los garantizaba, dejaba su cargo y se iba a casa. El Rector, nervioso y con componendas, le habló de un malentendido y se disculpó. Aceptó Burguillos sus excusas y le reiteró que él, por sistema, razonadamente, siempre estaba de parte del chico… Él le reiteró su apoyo. Pero Burguillos salió sabiendo que no pisaba tierra firme.
A partir de ahí actuó con tacto pero libre y sin cortapisas. Y gracias a ello, antes de Navidad, la Residencia ‑Miralar‑ rodaba imparable, cascabelera y segura. Y a pesar de las cuatro horas diarias de clase, le quedaba tiempo para soñar, proyectar y realizar.
Con los jóvenes, Burguillos siempre tuvo a mano la fórmula del entusiasmo participado. Sabía que no estaba en Andalucía. Y que estos sus paisanos eran más fríos. Aun así, estimaba que no había mucho tiempo que esperar. Y que el despegue airoso del primer impulso marcaría el ritmo de la nueva empresa. Y a la conquista y al cambio se entregó con toda su entraña. Y le alucinaron. Las respuestas de los chicos a los planes y sugerencias siempre excedían sus aspiraciones. Le sorprendía en aquellos mesetarios, aspirantes a técnicos, su espíritu expansivo y creador. Le sacaban de paso.
Adaptó las “academias” de la Safa a otras actividades. El día fuerte era el sábado por la mañana. Se entusiasmaron en transformar la casa… y hubo grupos de jardineros, albañiles, decoradores, electricistas, músicos, actores… Le pareció a Burguillos como si hubiera destapado una olla a presión.
En pocos meses surgieron y se afianzaron grupos pedagógicamente muy estimables. Y de gran utilidad y ahorro para la casa. No fue lo más vistoso renovar la vieja y peligrosa instalación eléctrica. Sonaban, retemblaban en toda la casa los golpes para hacer las rozas. Aquellos muros de viejos ladrillos macizos, bien cimentados. Abrir ventanas en el sótano, ¡cuántas ampollas y cuántos mangos de picos!
A fines de noviembre, en la fiesta de Cristo Rey, se inauguró la sala de baile, estrenando luces psicodélicas. Quizá lo que más influyó en dar buen aire, carácter y altura al grupo fuese el fervor musical. Burguillos lo bendijo y apoyó con toda su alma.
“Los Canarios Electrónicos” fue un conjunto musical que mucho se hizo escuchar y admirar por mozas y mozos. ¡Cuántas tardes de música, baile y emoción trepidantes regalaron! Y Burguillos lo agradecía, pues le liberaba de andar reclamando castas distancias entre las parejas… Que, a la que se descuidaba, se fundían en un amasijo bien acoplado.
La música llegó también a la capilla, en un coro que puso alma y esmero en variadas polifonías.
Dos o tres números de Tanteos se hicieron muy logrados. Se cavó una bodega larga y profunda. Se plantaron árboles, se trazaron jardines y se instalaron fuentes. Y todos los domingos se desayunaba hasta el hartazgo chocolate con churros que hacía un residente encantador. Y de postre, en la comida, variedad de helados que fabricaba otro entregado residente.
De todos los grupos, quizá el más jaleado y vistoso fuera la Tuna. Burguillos les aportó cuanto pidieron: trajes, guitarras, bandurrias, laúdes. Una sala para ensayar y mucha moral. No se montó festival, por selecto que fuera, que no contase con los tunos como apoteosis final. Dieciocho, veinte mocetones irrumpían, invadían el teatro, rítmicos, apolíneos y arrogantes. Provocaban aplausos, chillidos, piropos… ¡el delirio!
¡Ay aquella tuna!
Marchosa y gentil
Cual otra ninguna…
Le admiraba a Burguillos aquel clima musical. Acaso en propiciarlo hubo algo más que empeño formativo de sus pupilos. Quizá también un afán subterráneo por hipercompensarse de su dolorosa nulidad musical. ¡Lo que hubiera hecho él en Miralar, con buen oído, con disposiciones musicales…!
Al padre Rector, que por entonces ya se había dejado barba, le encantaba el mundillo juvenil de Miralar. Nos visitaba y alentaba frecuentemente.

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