Paracaidista en Cristo Rey, 3

20-01-2009.
Burguillos inició las vacaciones de verano con sus padres. Felices, los pobres, por tenerle cerca. Ellos y los niños de su hermano Alío eran para él como un huerto delicioso. Luego, echó unos días en autoestop, zigzagueando por Suiza: Fribourg, Berne, Neuchatel, los Alpes, Zürich y su Bellevue de rubenianos cisnes… Y a través del Sant Gothard, la bella e inagotable Italia. Génova, la Riviera, la Costa Azul…

Mientras Burguillos vivió en la Residencia INEA, no percibió el desbarajuste que a radice desgobernaba Cristo Rey. Los nuevos pabellones, muy hermosos a la vista. La distribución interior, en cambio, antipedagógica: masa, premura y ahorro. Los comedores eran amplios, funcionales y luminosos. Todo a estrenar. Pero masivos, despersonalizadores y cuarteleros. En toda la obra resplandecía la ausencia de criterios pedagógicos. La gritería ensordecedora irritaba contagiosamente a aquellas legiones. Bataholas, silbidos y proyectiles ‑pan, garbanzos‑ se cruzaban en el aire. Aglomerados, gamberreando, los chicos esperaban a la intemperie junto a las puertas. La entrada era de tromba y, al salir, había violencia de estampida.
En aquella iglesia-silo, los actos de piedad, cotidianos, dilatados y sin vida, se hacían odiosos.
El nivel humano, educativo, de una colectividad siempre queda condicionado por el número y nivel de quienes la integran. Alrededor de ochocientos internos, de once a diecisiete años, se amontonaban en Cristo Rey. Clareaba el panorama español y la formación profesional era buena salida para familias modestas. Pero el internado todavía soportaba levas de alumnos, procedentes de medios desestructurados. Cristo Rey aún trascendía tufo de centro benéfico… En esa masa, con esos condicionantes, sin otros factores educativos que la vigilancia de cuartel, educar era inviable. Roces, bandas y conflictos resentían la disciplina. Y comprometían una coexistencia fluida. El interno recién llegado, además de hacerse con la técnica de su especialidad, había de luchar contra la tiranía de la masa. ¡Qué penoso se le hacía a Burguillos todo aquello! No sabía por donde entrarle. ¡Cuán atrasados vivían la etapa correspondiente…! ¡Qué pobres iban en el conocimiento de sí y en su autoestima! Desdibujado su nivel de aspiración… le apenaban más porque eran gente sana… En su mayoría, castellanos de tierras de pinares o de pan llevar…
Los bachilleres eran los de más nivel. Por selección y por el ideal de llegar a la Universidad.
Se inició noviembre con una magna concentración nocturna. Viejo despacho del padre Prefecto. Inhóspito. Suelo de cemento. Paredes húmedas. Todos los inspectores o rabadanes allí estuvieron. También, Araque.
No hubo orden del día. Ni de ideas ni de objetivos. Pero animado sí que estuvo aquello. Chistes, cotorreo vacuo y azotes al viento. Una de coñac y otra de anís, de boca en boca, animaron mucho más el cortijo.
Subieron los ánimos y las voces. Lo que no subió nunca fue el chico como centro y valor. Se buscaba cercenar de cuajo abusos, desórdenes, malos modos y faltas de respeto. Objetivos puramente negativos que desacreditaban al colegio y menoscababan la autoridad de los inspectores.
La lluvia y el viento batían los cristales. Burguillos no sentía los pies. Y a Araque, feliz al comienzo, el frío y el humo le encabritaban los bronquios.
Hacia las dos se habían concretado algunas cositas elementales. Dos o tres. Un último conato hubo a favor de los castigos colectivos. Burguillos, que apenas había intervenido, habló. Nunca más se trató de ese punto. Pero siguió practicándose.
Burguillos se acostó helado y persuadido en su triste opinión. Sería un curso estéril y deformante para aquella muchachada sana y dura. Y así fue. La falta de ideas y de rumbo fue lo más distintivo de aquel año escolar. Él se replegó en su gente. Bachilleres, maestrías. Recordaba aquello de fides ex auditu… Todos los días, después del desayuno y por la noche, cinco minutos… Y charla general los jueves.
Los sábados por la noche, festejo muy participado. Eliminando poco a poco la sal gorda. En este segundo curso, no sabía si el Espíritu Santo se sirvió de Burguillos, o que él lo suplantó; el caso es que le surgieron algunas vocaciones a la Compañía.
Muy al final de curso entregó al Rector un vistazo somero de la situación pedagógica de Cristo Rey. Breve y claro, Burguillos le exponía con crudeza la falta de norte. La despreocupación educativa que impedía coordinar, potenciar los factores ambientales, naturales… El Rector le dio un vistazo, consultó el reloj y le dijo que labraba con el ganado que tenía. Con urgencia llegó a recogerle el Director Técnico. Iban a recibir sendas medallas por «reconocidos méritos al alto nivel formativo y técnico…». Comprendió Burguillos que sus informes le sonaran a latas viejas.
Comía y vivía con la Comunidad. Se hallaba a gusto. Pero se sentía vacío, frustrado. Ya era su segundo año, el primero en el maremágnum de Cristo Rey, y todo seguía igual, o acaso peor. Porque crecía y crecía tras el millar de internos. En esa línea todo pivotaba en conseguir que la turba no les desbordase. Y para conseguirlo todo valía. Tortas, castigos… Acabado el curso echaron unos días inflando globos… Burguillos no veía la hora de salir para Moral.

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