Emérita Augusta y el colegio de La Taba, y 5

18-12-2008.
Como no podía ser de otro modo, con grupos de sus alumnos particulares y externos de La Taba hicieron marchas y acampadas a partir de mayo. Y durante todo el verano, el camping de fin de semana era frecuente.

Los inició en el arte menor del autoestop, buscando siempre rincones hermosos, esforzándose por enamorarlos con el arte mayor de la Naturaleza. ¡Cómo les gustaba! Incluso tenía que establecer topes para evitar convertir el grupo en un pequeño campamento.
Así conoció, probó y escuchó Burguillos el alma de todos los ríos próximos a Cáceres: Tajo, Almonte… Y se hizo con el alma profunda del campo extremeño y sus soledades.
Frecuentemente, los padres de algunos excursionistas los buscaban las tardes del domingo. Les llevaban refrescos… Y devolvían a Cáceres lo más pesado del equipaje. Allí engarzaba Burguillos la dureza y la familia, que trascendían de las acampadas, con la Segunda en Úbeda.
Se puso punto final al curso el día quince de junio. Durante la corrección de exámenes, el director manipulaba, interfería y prodigaba suspensos para que el cursillo de verano fuera “fructífero” para todos.
Las clases particulares, a Burguillos le retuvieron todo el verano. Se instaló en el corazón del viejo Cáceres, en todo lo alto. Una casita con vistas al campo y apiñada en torno a la Plaza de las Veletas. Jugaba al corro en su derredor con la iglesia de San Mateo, la Torre de las Cigüeñas, el Museo, palacios, conventos… a dos pasos de su academia. Y sin más ruidos de día que el griterío de los niños y el tableteo de las cigüeñas. Y por la noche, cantos de gallos, rezos de monjas y el siseo de las lechuzas desveladas.
Inició la academia el uno de julio. Tantos asistentes acudían que casi le acobardaban. El curso de verano terminó el quince de septiembre. Abusivamente, el director retuvo a Burguillos hasta el veinticuatro, con el pretexto de planear horarios. Como siempre, hinchando el perro y tratando de dominar y manejar al profesorado. Ni una idea o iniciativa nueva.
Quizá, previendo que Burguillos no volvería, le retuvo por las buenas la paga de septiembre. Y lo halagó con futuras prebendas escritas en el aire. Lo gratificó con ¡mil pesetas!
La despedida fue fría y desvaída. Se quejó, dolido, de su falta de colaboración:
—¿En qué, señor director?
—En que ha estado usted más de parte de los chicos que de la mía.
—A ver si nos aclaramos, señor director. Usted, unilateralmente y porque a usted le convenía, me redujo a profesor. ¿Tiene usted alguna queja de mi modo de llevar las clases?
—Sabe usted que no. Y no me duele decirle que es usted el profesor más eficiente que he tenido. Pero habla usted demasiado con los chicos… Les escucha y les atiende demasiado… Y con sus modos, me deja a mí en evidencia. Me está usted cambiando, deshaciendo el colegio.
A Burguillos, esta queja, como una brisa marina, le oreaba el rostro y el alma sudorosos. Y orgulloso respondió:
—Es que yo, señor director, antes que ninguna otra cosa soy educador…
Fue su último día en Cáceres. Cáceres se le había liado a la cintura por su belleza serena y por la sencillez distinguida de sus gentes. Era el adiós a su aventura extremeña. “Pensieroso” se llegó solitario hasta el Paseo Alto. Y allí, recostado contra un olivo, advirtió que se le anticipaban nostalgias por la ausencia de Cáceres y de Mérida. Le dolía desprenderse de tanta belleza. Y le apenaba dejar a sus discípulos. Los que más ley y admiración le habían profesado. Los que más le necesitaban y más esperaban de él… Le contristaba que para madera tan noble no hubiera ebanistas más finos. Sentía devoción y lástima por ellos… Y así les albergaba en la microhistoria real que él vivía…
Por concomitancia y contraste, también se le cebaba la cabeza en la semblanza pintoresca de aquellos personajes que Burguillos trató y padeció.
El director de Mérida era un locatis simpático, cordial y expansivo: un haz de impulsos y corazonadas. Ni el dinero en los bolsos ni los secretos en el pecho se le calentaban. En cada fracaso, acudía a consolarse con Burguillos. Siempre había culpables. Nunca había culpa en su inestable cabeza de chorlito. No era apto ni para la educación ni para los negocios.
Harina de otro costal era el de La Taba. Mantenía una directriz clara, bien marcada. Actitud nuclear, disposición cardinal, raíz de su vida que vertebraba todo su comportamiento. El ahorro, apurado hasta la miseria y la explotación ajena. Impasible, condicionaba de rechazo la formación de sus colegiales. Un sentimiento de minusvalía subyacente gobernaba su comportamiento y tendía a hipercompensarlo con la dominancia despótica y fácil que le proporcionaba su negocio.
En el poco tiempo que le permitió a Burguillos actuar educativamente, sin alardes, algo le demostró. El gran valor de la presencia, administrada oportuna y dignamente. Le enseñó que los adolescentes nunca son fieras que batir… Son amigos que conquistar.
Sospechaba Burguillos que, sin tortas ni voces, el director se sentía inerme. Era un peligro desestabilizador en el crecimiento y la autoestima de sus estudiantes.
Bendijo Burguillos la hora en que se liberó del Colegio de La Taba y del tábano que tan despiadadamente le hacía producir.

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