Emérita Augusta y el colegio de La Taba, 4

05-12-2008.
Tan absorto vivió Burguillos en Mérida su enésima tentativa de clericalizarse, que no advirtió la hermosura y estilo de Mariloli. ¡Si aquella tarde en el Hotel Emperatriz se estaban enamorando…!

Acaso también le llevaba tanto a Mérida “la niña del río…”. En Mérida, un paseo que Burguillos repetía era ir de puente a puente por la margen izquierda. Aquellas casitas pegadas al agua, con madres a las puertas despiojando a sus niños. Allí la vio, un domingo por la tarde, lavándose en el río… Y la vio salir del agua descalza y empapada. Con la ropa pegada al talle le pareció una victoria helénica.
En las horas bajas echaba un vistazo a su vida… Y ¡qué ruin se encontraba! Siempre fuera de rumbo. Huyendo de cuanto significase responsabilidad, riesgo, decisión. Y entonces el sentimiento de fracaso y la grillera del colegio le barrían el alma de toda ilusión. Sentía necesidad de Dios. Y tan estragado andaba que apenas mendigaba su misericordia. Y se consolaba escribiendo a don Eugenio, o a su alejada Isadora, que siempre lo aliviaba con el agua fresca de su palabra.
Don Eugenio, el sacerdote y ser humano que más le aguantó y más esperó de él. Cuando Burguillos le enseñaba sus angustias, se descorazonaba por aliviarle:
«Mi amado hijo en el Señor: lo primero que me urge comunicarte es que estoy cerca de ti. Que te tengo diariamente sobre el altar. Porque lo necesitas. Y porque yo no podría obrar de otra manera. Cuenta conmigo ahora y siempre, de manera incondicional. Yo te recibiré, te oiré, te aconsejaré, te consolaré, te abriré horizontes… ¡Te llevaré a Dios! De todo esto no dudes nunca, mientras la misericordia de Dios me mantenga a mí con vida y con la responsabilidad de mi sacerdocio».
Burguillos se mordía el corazón y, arrepentido, volvía a Dios. Y a sus misericordias se acogía. Siempre en sus desánimos, al recobrar la paz, pensó que sólo Dios sabe cuánto hay en cada fallo de infidelidad y cuánto de incoercible aluvión psicobiológico… Y se consolaba recordando versos de no sabía quién:
Porque nunca es tarde
si en amor se siembra.
Porque la vida puede empezar siempre
como si nada hubiera sucedido…
Y hasta
el dolor y el alma desgarrada
pueden tender su puente a la alegría.
Y Burguillos aprovechaba la ocasión para divagar sobre el aburrimiento, que agosta la ilusión. Como siempre, se propuso abrir el pliego de cada día con esperanza de sorpresa. ¡Pues anda que no había esperanzas y alegrías que sembrar en la vida de aquellos pobres muchachos!
No sabía si para consuelo de sus penas o para añadirle otras nuevas, en una semana a Burguillos se le ofrecieron tentadoras salidas para liberarse del Colegio de La Taba. Por parte de don Eugenio, la administración de una clínica privada en Tarragona. Por otra, un alto cargo de una aseguradora, conocido del autoestop, le ofrecía algo mantecoso. Y el director de Mérida le visitaba y tiraba de él. Le prometía más aceptación de sus consejos y casi casi cheque en blanco. Lo único que de veras le apretó en la duda fue la dirección de un colegio rural.
Desde Igualada a Soria hay kilómetros… Un Mercedes y un soriano se los hicieron a lo señor. Y señorial fue la comida con que le obsequió a Burguillos en Zaragoza. En un autoestop de larga ruta, se suele hablar mucho: y si hay eco y conexión, pensando que nunca más se va a producir el encuentro, se puede caer en confidencias autobiográficas relevantes, profundas. El san Cristóbal, joven, dinámico y con claro pedigrí de triunfador, presidía el patronato de un Colegio Menor de Secundaria. Bonito internado en San Esteban de Gormaz. Le escribió e insistía cordialmente en ofrecerle la dirección.
A partir de esas embestidas y tribulaciones del alma, Burguillos se propuso vivir en positivo. Abiertos los ojos y la vida a la belleza y al bien. Que hay muchos encantos como perchas de oro donde colgar la esperanza.
Por más que en el colegio, su residencia ‑salvo la comida, espléndida‑ la actualidad cotidiana seguía siendo sórdida y enervante. Burguillos se afianzaba en que la tabarra de La Taba, pasaría en unos meses… Y que en nada mermaría su enjambre de ilusiones y posibilidades. Tomó buena cuenta de cómo un ambiente soez, asfixiante, puede dañar la vida psíquica. ¡Pobres chicos en plena “eflorescencia”!
El grupo numeroso de alumnos particulares le revitalizaba cada día. Además, casi todos procedían del colegio. Le encantaba el trato con sus familias y le gustaba pasear con una funcionaria joven y vistosa…
Seguía frecuentando Mérida. Una vez, antes de ir a casa de Paulita, se fue a pasear las solapas del río. Y en el puente romano se la encontró de frente… Le despertó, quizá más que nunca, un volcán mal dormido… Nunca llegó a saber qué sintió aquel día por ella… Ternura, pasión bravía, salvaje… Misteriosa… mal vestida. Su cuerpo, a cincel, sugerente, delicioso, liado con una ropilla rosa fuerte, sembrada de florecitas blancas. Dinámica y poderosa, seguía pareciéndole una náyade salida del Guadiana. Ojos, labios y cabellos… venenosos. Diecisiete años. Se llamaba Marianela. Se lo dijo de mala gana. Desconfiada, rehusó su mano. Bordeó su presencia y se le fue como un sueño. Al salir del puente romano se volvió y se despidió, agitando la mano. Le dejó la tarde embriagada de canela. Y el alma desapacible, revuelta. Ese encuentro le marcó el día.
Al volver en autoestop, camino de Cáceres, mientras esperaba en el cruce un vehículo digno, pasó, como siempre, revista gozosa al acueducto de los milagros. Era de los más altos. Y, como tantos otros pilares, estaba desconectado por los arcos. Mucho tenía de fuste de copa, erecto y grácil. Con asas iniciadas… O como alas de una Victoria a punto de desplegarse para el vuelo. En lo que debiera ser la copa, aleteaba florecido un nido de cigoñinos. Lo destacaba el fondo azul, luminoso, de una tarde lujuriosa de junio.
Sentía Burguillos vivo y cruel el aguijón de la vida gloriosa y exultante. Como si se le desperezasen ancestrales raíces de sátiro. Y con ello rimaban la juventud desbordante de Marianela, flor de canela, y la tarde y el campo extremeños, más gloriosos que nunca. Llegó a Cáceres a tiempo de contemplar las carrozas. Airosas, pausadas… Como bandejas flotantes con la oblata viva de su arte, sus frutos, corderos. Mozas y mozos… Una, dos, siete, diez carrozas…
Las Hurdes, Jaraiz, La Vera… Parecían surtidores de vida, arte y tipismo.

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