24-11-2008.
Burguillos dejó su función educativa y siguió con sus clases de Preu. Y se cargó de clases particulares. Don Vicente, el párroco de San Mateo, le dejó la casa de Acción Católica. Solamente impartía Latín, Griego y Literatura. Grupos de diez, doce… No le dolía el tiempo. Mientras explicaba, corregía y preguntaba a unos, dejaba tarea a otros. Trabajaba con brío y pundonor. Sus honorarios, a tono.
Espléndido día de San Blas, pastor de cigüeñas. Recordando al pequeño Blas de la Safa, se le llenaba el alma de olivares verdeplata, de gozo y de luz. Falta tenía de ello. Porque estos días…
Pensaba Burguillos que tanto trabajo amustia el ánimo. Sin causa que lo abonase, se encontraba flojo, decaído… Y es que llevaba unos días que se despertaba con el paladar de la vida reseco, con mal gusto. Y cada vez que pensaba que ya era más de mediodía… y que aún no había hallado el tajo donde desfogar sus energías y rodar sus iniciativas, se reconcomía:
«Llevo media vida —se decía— trillando caminos con un candil en la mano… y no encuentro nada. Y de fuera nadie me ajusta para trabajar dignamente en la viña del Padre. ¡Qué cosas piensas, Burguillos…! ¿Por ventura la residencia de Linares, los Salesianos de Mérida, el colegio de San Esteban de Gormaz y las Juventudes Trabajadoras Colombianas no pertenecen a la viña del Padre?».
Todas las mañanas, al ir a misa, miraba a ver si habían llegado. Estaban tardando mucho, y las torres, bellas torres del viejo Cáceres, se aburrían sin el ramillete de sus cigüeñas…
Otra vez ocho de febrero. Otra vez su cumpleaños. Estaba contento. Un poco más que ayer. Al ir a misa, le prendieron los ojos. La torre de San Mateo florecida estaba de cigüeñas. ¿Cuántos días de vuelo habrán hecho? Lo pensó anoche, cuando regresaba del cine. Era una noche con duende. Plagada de ojos y con una pincelada corva, gótica, sobre azul… Las cigüeñas, él lo sabía bien, siempre escogen para viajar noches así. Y llegan al alba de los días claros. Al alba, cuando quiebran los sueños de oro. Y se decía:
«Ojalá las cigüeñas que han llegado el día de mi cumpleaños me traigan augurios hermosos en su vuelo».
Y con ellas, llovida del cielo, le llegó puntual y ferviente la carta de su madre. Ochentona y pueblerina, la pobre le escribía la postal de cada año. Letra grande, firme y clara como su deseo de verle feliz.
«Cuando estas letras me falten —pensaba Burguillos—, al pasar mis años, me sentiré desvalido… Y entonces más que nunca, querré haber vivido junto a ellos mucho más tiempo. Y haber hablado con ellos mucho más, de la vida, del cielo. Del tiempo y de las cosechas…».
Estas fechas imponían reflexión y balance. Aunque el colegio le chupaba sangre y vida, sin otro fin que enriquecer a un avaro, laboralmente estaba satisfecho. Trabajaba con sistema y eficiencia. Los alumnos no se aburrían. Creía estar en su plenitud. Pero se avergonzaba de andar todavía desmandado.
Veintiuno de marzo. Era la fiesta de los grillos, de los pájaros y de las flores. No precisaba el calendario. Hacía tiempo que el brío y la viveza de los chicos se lo cantaban. Hasta a su madurez llegaba la pleamar de la sangre revuelta. Que nunca falta algún fauno rezagado por los vericuetos de las arterias.
También era la fiesta de los poetas. Y de cuantos, apesadumbrados, llevan un rosal y un ruiseñor prisioneros en el alma. Y no saben traducir trinos, colores ni perfumes.
En su colección de ámbitos pedagógicos eran como dos postales vivas, pintorescas. Primoreaban además en su selección de ciudades con personalidad y ensueño. Su enfado era grande y creciente; y se le exacerbaba porque esos atropellos educativos se perpetrasen precisamente en Emérita Augusta y en Norba Augusta. ¡Tanta Roma, tanto Imperio, y tanto sometimiento y agravio en los escolares, le encocoraban! Le hacían pensar alguna vez si la Madre Roma, con la grandeza monumental, sólo dejó en Extremadura algunos manípulos de mílites eméritos y manadas de siervos.
Dos cursos de su dilatada profesión invirtió Burguillos en Extremadura. Inolvidables y escocidos. Seis meses en Mérida y quince en Cáceres. Nunca en sus treinta y tantos años repartidos entre Comillas, Úbeda y Valladolid, nunca fue tan gratificado por tan poco.
Al mes de abandonar Mérida, ansioso, volvió un domingo en autoestop. Cartas y querencias le llevaron allá. ¡Cuántos, grandes y chicos, le habían escrito! Las noticias chispeantes y la cordialidad de Chelo y Paulita también eran cadenas.
Al llegar a Mérida, le subió al corazón como una oleada de calor. Futboleaban grupos de muchachos en las explanadas del barrio de la Argentina. Enseguida lo guiparon los hermanos Berrocal, Jiménez, Benegas… Dejaron el balón y efusivos y cariñosos a él no le dejaron ya. Se propaló su llegada… Fue una tarde gozosa y agobiante.
En Comillas, alguna vez, sí llegó Burguillos a dudar si en el calor y simpatía de los latinos no funcionaría por su parte algún resorte ignorado. En Úbeda, en Mérida y en Cáceres nunca sintió vanidad al respecto. Supo siempre que la adhesión confiada estaba en tratar a los chicos personalizando su relación con ellos. Su timidez, sensible en cada acercamiento, se traducía en afabilidad discreta. En pocos días los llamaba por su nombre y los miraba a los ojos. Y siempre buscaba un asidero para irse haciendo a ellos. Poca cosa era. Pero hechos habitualmente a ser un nombre de una lista, sin eco afectivo en las clases… o un candidato a la reprimenda o la bofetada, se sentían dignificados. No, no había de su parte don alguno. Había un poco de interés y una actitud de aceptar al chico en su idiosincrasia cambiante.
En los adolescentes, perdidos en la masa, y mucho más en los agraviados de su autoestima, un trato franco repara su autoconcepto maltratado. Quizá gracias a esto y por estar al quite de su inseguridad, nunca, en ningún sitio había gozado Burguillos de tanta admiración y querer. Siempre que podía, de dos zancadas se llegaba a Mérida. Le encantaba reencontrarse con sus muchachos. Y oírles a Chelo y a Paulita los episodios de su colegio y director.
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