Democracia y trampa

03-11-2008.
Los que siendo demócratas de buena fe (no «demócratas de toda la vida», que eso es otra cosa) no acaban de sentirse satisfechos con el sistema democrático español y sacan a relucir una serie de aspectos parciales, frecuentemente anecdóticos o personales, en los que falla, pero suelen ser rebatidos con un tajante: «Es que la democracia es así; un hombre un voto y cada cual es muy libre de votar como quiera o no votar. Las urnas mandan».

Todos sabemos que los cambalaches postelectorales, el transfuguismo, el voto nacionalista al mejor postor, la traición a los programas y a las promesas electorales, etc. están a la orden del día y trastocan cruelmente los resultados electorales. Los criticamos, pero luego se nos olvida todo y nos dejamos embaucar para votar en la siguiente ocasión.
En el periódico EL MUNDO de 25-08-2008 viene una viñeta de MARTÍNEZ que muestra dos siluetas en negro, dos políticos conversando y la siguiente leyenda:
«Los partidos ya no necesitamos buenos políticos… sino malos electorados».
Esa frase me produjo la satisfacción amarga de haber encontrado una formulación escueta de la situación que tanto desagrada y molesta a una gran parte de ese mismo electorado.
Cuando, aún en activo, intentaba inculcar en los zagales de la escuela el espíritu del fair play, ‘la aceptación deportiva de la derrota’, si ocurría, y la relativa importancia de la victoria, que nunca debería ser más importante entre compañeros que la competición en sí misma, siempre encontraba cierta resistencia a aceptar mis postulados. Como en tantas cosas, la escuela andaba de espaldas a la sociedad real. ¿Cómo defender mi postura, si sus ídolos deportivos comentaban rotundamente, tras un partido, que lo importante era que los tres puntos se habían quedado en casa «independientemente de las peripecias del juego, los méritos de los equipos, o la imparcialidad del arbitraje. Se trata de ganar como sea».
Efectivamente, en un partido de fútbol, por ejemplo, el árbitro puede decidir la victoria a favor de uno o de otro, queriendo o sin querer, lo que ha motivado, como es sabido, toda clase de suspicacias. O sea que, si somos capaces de comprar al árbitro, podemos ganar aunque no merezcamos la victoria.
La lucha electoral tiene cierta semejanza con una competición deportiva sólo que el árbitro es el electorado. Si ese electorado es inteligente, preparado y está atento al juego el resultado de las urnas será distinto al que se produciría con un electorado mal informado, engañado o directamente corrompido.
Cuando, tras un juicio (que no es más que una competición entre las partes), se le pide al jurado popular que emita un veredicto, el riesgo es el mismo; o sea, que éste dependerá de lo bien o mal informado que esté y de su propia honestidad.
Obviamente, cuando la decisión final depende de una sola persona, los riesgos de parcialidad son mayores que si depende de un grupo numeroso, (ése es el valor de la democracia); pero, como se ha visto en algún proceso judicial reciente, una decisión colectiva puede ser claramente injusta (por ejemplo: esa chica asesinada en un pueblo de Málaga, caso en el que un jurado popular declaró culpable a una señora y, después de años de cárcel, se la declara inocente y se repite el juicio).
En el caso de Málaga, fue la presión mediática y popular la que “obligó” al jurado a declarar culpable a la mujer, a pesar de que no había ninguna prueba concluyente: y esto debe hacernos pensar. Precisamente, los contrarios a la pena de muerte aducen entre otras razones la demostrada falibilidad de los tribunales, sean o no colectivos, y la irreversibilidad de la pena capital.
Abundando en lo mismo, o sea en la fiabilidad relativa de los colectivos a la hora de decidir, sabemos que determinadas leyes han de ser aprobadas por mayorías cualificadas que les den más seguridad que la derivada de una mayoría simple. Igual intención tiene la necesidad de quórum en ciertas votaciones. Recordad con qué ridícula participación se han aprobado importantes estatutos autonómicos.
En la política española se agrava la cosa porque, en realidad, ese colectivo que pomposamente se llama Parlamento Español, representante de la soberanía popular y todo lo que queráis añadir, representa en resumidas cuentas la voluntad de cuatro o cinco, por no decir la de dos, que son los jefes de los partidos, a los que se pliegan las voluntades unánimes de sus conmilitones sin tinte de diversidad alguna.
Con el apoyo de prensa, radio y televisión, ese Parlamento dicta leyes que pretenden cambiar conceptos morales, secularmente arraigados, basado simplemente en que una mayoría, a veces raspada, de diputados vota en tal sentido.
Hace unos días, la reina doña Sofía ha sido puesta en solfa por decir lo que cualquier persona bien nacida y con formación moral piensa en sus adentros. Su pecado es opinar en contra de ciertas resoluciones de nuestro Parlamento: aborto, matrimonio entre homosexuales, eutanasia… ¡Qué valientes se ponen algunos en este tema! ¡Contrasta con la cobardía a la hora de poner en práctica leyes y normas, éstas sí, de carácter estrictamente político: banderas en Ayuntamientos, enseñanza en español, derecho a usar la lengua nacional, propiedad del agua, etc., etc.
Hace ya unos meses, escuche al señor Llamazares en la televisión esta frase: «¿Cuándo se va a convencer la Iglesia de que ya la moral del Gobierno no es la moral católica sino la moral democrática?».
Esa moral democrática debe ser la que esos dos o tres señores que dirigen nuestro apesebrado Parlamento Nacional, los Autonómicos o incluso los Consistoriales, dictan como revelaciones laicas, respaldadas, eso sí, con las sanciones de todo tipo que les proporciona el poder. No son ni filósofos, ni moralistas, ni científicos. Son los dirigentes de partidos sin más valor ni mérito que estar ahí (consecuencia, a veces, de maniobras inconfesables) y que lo mismo cambian la historia que los valores sociales y éticos. No les interesa un electorado justo e informado, sino una masa venal y facilona a la que intoxican desde los medios, sin escrúpulo alguno.
No olvidemos que el «no matarás, no mentirás, no robarás», etc. ya no forman parte de la moral del gobierno. Llamazares dixit.

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