04-11-2008.
Pensé arrancarme el corazón y echarlo,
pleno de su sentir alto y profundo,
el ancho surco del terruño tierno:
a ver si con romperlo y con sembrarlo
la primavera le mostraba al mundo
el árbol puro del amor profundo.
J. R. Jiménez.
pleno de su sentir alto y profundo,
el ancho surco del terruño tierno:
a ver si con romperlo y con sembrarlo
la primavera le mostraba al mundo
el árbol puro del amor profundo.
J. R. Jiménez.
Zamanillo siempre estuvo al quite. Era un madrileño oriundo de la Montaña. Se habían conocido en Comillas. Siempre se preocupó de Burguillos.
Ese curso 1963-64 Burguillos amaneció por Valencia. Por enésima vez le urgía resolver su inconcluso problema vocacional. Convivió con un grupo de sacerdotes Operarios Diocesanos en el Colegio Mayor Pío XII. Estaba contento.
Zamanillo había dado con algo que a ambos ilusionaba: se abría un colegio nuevo en Mérida. El director, verde y flexible como un mimbre recién cortado… ¡Era la ocasión! Zamanillo lo reclama con urgencia. Lo medio encandilaba… Burguillos abandonó Valencia temporalmente. Porque pensaba seguir con su probatura, que esta vez parecía que todo iba por buen camino. Aun así, tomó el pendingue y se fue a Mérida. Duro fue el cambio. El director propietario era un ingeniero superior venido a menos. No había llegado a la granazón académica. Y en la personal le faltaban aliños y hervores. Pero en Matemáticas era un figura, se decía. Y con este saber y la influencia de Coca-Cola España, abrió dos colegios, masculino y femenino. Y un mini‑internado. Para Burguillos y para otros profesores y profesoras, fue una prueba pintoresca, inolvidable. Burguillos era el encargado de disciplinar a aquel variopinto tropel, desde Primaria hasta los preuniversitarios. Y también, al director y a su señora.
Comían juntos cuatro profesores, el director y seis u ocho alumnos internos. Muy hermanados, codo con codo. Era comedor‑cocina y no daba más de sí. La cocinera era la directora. Amable y solícita, para que no se nos enfriasen los huevos en el plato, desde la sartén, chispeante el aceite, los pasaba por encima del hombro. Con tanto huevo y tanto aceite, todos apestaban a fritanga… Y las orejas, doloridas y ampolladas. Zamanillo y él, en pocos días, se evadieron a una patrona. Allí estaban felices Paulita y Chelo. Subordinadas también del ínclito susodicho director.
Burguillos daba Latín a los mayores, controlaba la disciplina y atendía a las familias. Organizaba excursiones, teatro… Y moderaba cuanto podía al director en sus avenates frecuentes. Les pagaba sobre la marcha, en clase, en la calle… Echaba mano al bolso y si había suficiente, pagaba el mes completo. Nada de firmas ni extras ni seguros.
Burguillos se hizo enseguida con los chicos. Buena gente. Mucho hijo de papá rebotado de otros centros. Pésimos estudiantes. A pesar de todo, el estudiante extremeño que él conoció, rico o pobre, era humilde y obsequioso.
Como los colegios eran grandes casas, no había patios. Los jueves por la tarde, Burguillos les llevaba al campo a hacer deporte. Alguna vez estuvieron en el espléndido colegio de los padres Salesianos. Tuvo trato cordial con el Rector, don Manuel María… En muy poco tiempo le ofreció convivencia y la dirección de la Primaria. Burguillos, aunque seguía firme y muy consolado en su determinación de ordenarse, no aceptó. No quería gente menuda ni de nuevo cobijar su desamparo en el clero. Prefirió arriesgarse, lidiando las destemplanzas de su tornadizo director. Que, bien o mal, y a pellizcos, a él siempre le pagaba doce mil pesetas al mes. Y Burguillos iba haciendo colegio; y a pesar de las rabietas y arrebatos de la Dirección, ensanchaba su influencia entre los chicos. Y cobraba predicamento entre las familias.
Un buen día de sol claro hubo tormenta. Y Zamanillo y otros cinco profesores se largaron. Lo de siempre: ¿Adónde iban? ¿Qué había del reconocimiento oficial? Y como los salarios empezaron a oscilar, de la plantilla inicial sólo quedaron Chelo, Paulita y Burguillos.
Le llamó al colegio. Se sorprendió. Le invitaba a su despacho. El colegio de los Salesianos quedaba distante de la residencia de Burguillos. Pero cogió el “andaniña” y allá se fue curioso y escéptico. El padre Manuel María le habló de algo interesante en Cáceres. De un director… Señor mayor. Cansado. Que deseaba dejar el colegio de su vida en buenas manos. Era serio, solvente y muy buen cristiano. Le recibiría a usted como aguas de mayo.
Se estrenaba febrero. La desbandada de Zamanillo y la piña de los galaicos trastornó la marcha, nunca clara, del colegio. Burguillos hubo de cargarse con más clases. Los numantinos vivían conscientes de estar prolongando la agonía del colegio. Ya hasta a él se le adeudaban dos mensualidades.
El primer domingo de marzo sintió Burguillos la llamada de la carretera. Y muy de mañana y en autoestop ágil, se coló en Cáceres, calle de la Culebra, Colegio de La Taba. Muy al iniciar la subida, tras los barrotes de una puerta cerrada, vociferaban persiguiéndose, luchando, un montón de zagalones. Le aseguraron que aquel era el Colegio de La Taba. Subiendo la calle, Burguillos vio muchas pintadas, reiterativas.
El director se regocijó mucho con su llegada. Se aposentaron junto a un brasero de cisco en la biblioteca. De toda la casa era la única pieza que connotaba cultura. No supo Burguillos si el trato con que lo distinguía era natural o forzado. En ambos casos le resultaba empalagoso. Se diluía en deslumbrarle con su saber y personalidad didáctica. Y por fin, expuso su proyecto. En unos pocos años, si lo veía entregado y generoso, le dejaría el colegio en renta o venta… Le rebozó con la seriedad y el prestigio del centro. Y agitó el banderín de su preocupación religiosa en la formación de los chicos.
El colegio era una vivera apretada y tortuosa. Tenía más de hormiguero que de aulario. Entre Primaria, Secundaria, internos y externos, casi novecientas criaturas. Tenía su fama de serio y exigente.
El director era físicamente poca cosa. Llevaba en la cara una nariz “acarnerada”, de amplias ventanas. Causa sin duda de su voz nasal. Amplia la boca. La encía superior prominente. Bien armada con piezas sólidas y ajustadas. Combas y verdosas como palas de caballo. Hablando con Burguillos utilizó tonos frailunos, amerengados… Mucho metió a Dios en danza. Su cháchara era monótona, profusa y molesta como una carraca vieja. Providencialmente, era de manos débiles y pequeñas. “Las muñecas, a tal”. A la hora de los números estuvo aguilucho, lagartijero. En cambio, pródigo, dilapidador en promesas…
Doliéndole mucho y sin esperanza de traspaso, Burguillos tuvo arrestos para dejar Mérida. Le costaba. Por todo. Ya los chicos estaban en su órbita. Gozaba de aprecio entre profesores y familiares. La huella artística, multisecular de la Roma Imperial, tan a mano, se le resistía a dejarla abandonada.
☺