Reflexiones, cicatrices y balance, 1

01-10-2008.
Para Burguillos, estas reflexiones no llevaban resquemor alguno. Sí, intención sosegada de apuntar objetivamente perfiles críticos de la Safa en su época de hierro y de encanto. Y también de poner en su sitio a los superiores y a los alumnos. Entendiendo por superiores a los jesuitas y profesores.

Muy dispar la función y categoría de ambos. El jesuita tenía y ejercía funciones de amo con reminiscencias y modos ya caducos. Rara vez su capacidad didáctica y educativa rebasaba el aval de pertenecer a la Compañía. Esto, respecto a los de Magisterio especialmente, más que un estancamiento, eran pasos atrás. Que, en el proceso educativo ‑un río que remontar contra el inmovilismo‑, el que no avanza retrocede. Le arrastra la cómoda inercia del continuismo. Y educador de paja es quien no inquiete y ayude a crecer a su gente. Los jesuitas mandaban, pagaban en calderilla y protegían o desechaban a tono con la identificación sumisa del productor, profesor o inspector. Su gerencia en la calidad y marcha de la enseñanza, nula. Todo control se reducía a aquella pamema de clases públicas.
A unos y a otros, jesuitas y profesores, les avalaban los alumnos. Su buen nivel intelectual se materializaba en reválidas y oposiciones logradas, brillantes. Esto rubricaba a la Safa como entidad académica excepcional. Y permitía sestear en los mismos métodos rutinarios. Se presentaban las asignaturas como un cursus clausus. Pura transmisión de datos. Aprende esto y te salvarás. Y como los resultados últimos eran buenos, se asumían como obra de nuestra capacidad didáctica, influencia y aun dotes de seducción y liderazgo. Olvidándose de que más allá de los contenidos obligatorios, en cada asignatura hay que abrir ventanas, descubrir caminos, otear auroras. Y sobre todo hay que despertar el “duende”. “Duende” que puede seducir y encantar como una adicción del espíritu. Como una profesión amada. Que unas pocas palabras verdaderas, si se dicen con amor, pueden ser un destino, ¡una vida feliz!
En las relaciones entre profesores y alumnos, se podría afirmar que, en buena parte de los profesores de Magisterio, se daba cierta reserva o timidez frente a los alumnos. Y acaso por esto les iba bien la distancia. Se gobernaba al chico con la nota como suprema motivación. Los profesores daban lo que podían… Que no era mucho. Y como el buen alumno de Magisterio era mucho toro para subalternos, pues mucho burladero y distancia en la lidia. Se olvidaba frecuentemente ‑interesaba olvidarlo‑ que, para la gran mayoría, aquello de la docencia, más que una vocación fue una salida, un clavo ardiendo.
Mucho más renqueante era la política específicamente educativa. Como no estaba sometida a controles evaluables, había más despreocupación: con tal de que las filas, el silencio y el horario se cumplieran… Esa misión correspondía a los inspectores. Propiamente, arreadores de chavales, a los que se debía llevar derechos como velas. Si para ello no bastaban las notas de conducta, quedaban la mano y otras sanciones como penúltimo recurso. El postrero, la expulsión. Era un oficio penoso, deprimente, sin futuro alguno… Era el último destino, vertedero, para el que todos servían. No se requería preparación alguna ni habilidad especial para desempeñarlo. Ni había manual de funciones. Sólo vencido por la grandeza y posibilidades del corazón juvenil, y echándole entraña, se hacía amable.
Ocho añazos pasaban estos mocetones de Magisterio bajo la férula de varios vigilantes. Los años más plásticos y decisivos para el desarrollo y afianzamiento de la personalidad.
Cada inspector aportaba a la empresa lo que en su capacidad de improvisar se le ocurría. También sus modos, resabios y espíritu humano. Los chicos que guardar, excelentes, receptivos y extrañamente sumisos. Llevaban encima la sumisión atávica de quien siempre obedeció. Difícilmente se desprendían de ella. Esto les coartaba la espontaneidad. No vivían distendidos. Se les imponía, desde todas las esferas, una adaptación pasiva a las normas de orden, disciplina, vida de piedad… Y aun a tratos incorrectos.
No se tenía en cuenta que el niño y el adolescente, por naturaleza, son desadaptados. Siempre viven en marcha, en tensión por adaptarse a su programa genético. Que les urge adaptar su propia personalidad a la vida adulta. La rebeldía del quinceañero, la oposición natural del educando con el medio que oprime, no afloraba. Esa actitud, proclive al sometimiento, facilitaba la presión por adaptarles a normas frecuentemente vacías y difíciles de ser estimadas como razonables. Eran situaciones propicias para forzar una adaptación falsa, despersonalizadora e incitante a la doblez o a la rebeldía interior enconada.
A pesar del desierto de criterios pedagógicos en que se movían estos chicos, muchos de ellos han triunfado gracias a su inteligencia y personalidad: consistentes, sanas.

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