Átropos…, 2

10-09-2088.
Fue mi primer cliente. Me levanté temprano. Tomé café en el Ateneo, donde comuniqué mi alegría por el nuevo trabajo a María Luisa que, con gran satisfacción por la noticia, no me cobró.

Con cierto reconcomio, me encaminé al domicilio indicado. La mañana, otoñal y apacible, se presentaba repleta de vivencias. En unos minutos estaba plantado ante el portero electrónico de Ramón Hervás.
Lo pulsé. Me contestó una voz femenina.
—¿Qué desea?
—Traigo un aviso para el señor Hervás.
—Ahora le abro. Déjelo en el buzón del portal.
Sonó el pestillo, dándome paso. Metí la cartulina en el cajetín.
Al salir a la calle, oí gritos, llantos y jaculatorias en el primer piso…
Acabado el recado, me marché al centro de trabajo. Empujé suavemente y subí al túnel rojo.
—¡Ave, Pablo! ¿Ya has empezado?
—Sí, sí señora —le contesté, golpeado por aquel «¡Ave!», que sembró en mí un gran desconcierto.
—Puedes entretenerte por ahí. Esto es muy tranquilo. Las prisas aquí no existen.
Salí al jardín, observé los troncos tatuados de las acacias, escribí mi nombre contra el corazón de Maya en su corteza, quité el polvo alquitranado de la reja y comenzó el aburrimiento.
Volví a entrar, subí las escaleras y, al comprobar que la dueña no estaba vigilante en el dosel del túnel, abrí el fichero, repasando las anotaciones, donde pude comprobar que a la caída de la tarde, debería llevar otro encargo.
Volví a bajar las escaleras. En el portal y a la izquierda, una placa indicaba: “Sala de familiares”. El silencio era total. Me senté a leer una revista tan manoseada como las que nos quitan los miedos en las antesalas de los dentistas. Su título era coherente con el lugar: Más allá.
En sus páginas, creo que en la trece, se podía leer un artículo del profesor Massimo Inardi que me causó una gran impresión. Se trataba de cómo en un libro de Elizabeth d’Esperance, seudónimo de la baronesa Theodore Heurtley, titulado El país de las sombras, se afirmaba que el espíritu de aquella extraordinaria mujer había vivido en los cuerpos de Yolanda, Leila, Ana y Nephentes, llegando al paroxismo cuando, en la noche del 28 de junio de 1890, en un salón de forma octogonal y que recibía la luz del techo, en una noche de tormentas y diluvios, Elizabeth y los allí presentes comenzaron a percibir un profundo aroma a lirios, cada vez más intenso. Luego, una inmensa luz hizo cerrar los párpados a todos, y se materializaron las cuatro mujeres, Yolanda, Leila, Ana y Nephentes, rodeando a un Lilium Auratum (‘lirio de oro’) de más de dos metros de alto, que despedía un perfume babilónico.
Ocho días más tarde, el 5 de julio, el lirio y las mujeres se desmaterializaron, quedando únicamente un fragmento de tejido, parecido a vendaje de momias.
Aquella lectura removió mis viejas arquitecturas. En el Cáliz de Cristal, la Sala de los Esmaltes tenía idéntica estructura e igual sistema de iluminación cenital, incrementándose el paralelismo, cuando a los nombres de Yolanda, Leila, Ana y Nephentes, se podían oponer los de Beatriz, Berenice, Talestris y Belisa…
El seudónimo de Elizabeth d’Esperance, certificaba “la causalidad evidente” que se me iba desvelando en el Tanatorio donde los tarandos y sus máscaras acababan sus dramas y comedias.
Belisa de la Esperanza, Belisa y Maya, volvían a reaparecer en aquella lectura. El hilo ariádnico seguía tejiendo en las urdimbres de mi imaginación la salida de aquella pesadilla que comenzó con la búsqueda de un epitafio.
Sonó la campanilla de la entrada. Abrí la puerta. En el umbral del edificio, dos hombres de batas grises, taciturnos y rutinarios, introdujeron un lujoso féretro en la sala, que con cristaleras esmeriladas, entre cuatro cirios y un Cristo, lo separaban de los deudos y dolientes.
Uno de aquellos operarios me alargó un sobre…
—¡Súbele esto a la jefa!
La curiosidad me llevó a constatar que dentro de aquel sobre se encontraba la cartulina que por la mañana había depositado en el n.° 5 de la calle Las Parras. Sobre la foto amarillenta, una estampilla había certificado en tintas violetas: «Caducado».
Cuando estuve en la estancia de Átropos, observé, no sin dificultad, que a su costado, muy cerca de ella, había un acetre. El rostro de aquella mujer me estaba velado por un tul oscuro. En un tono dictador, con la mirada puesta en el horizonte que se adivinaba por los visillos de la ventana, me mandó introducir el cartoncillo finiquitado en el acetre. Así lo hice.
No sé qué pócima o azufres contenía aquel vaso, para que en un requiescat in pace se esfumase la ficha, desprendiendo un vaho saturado en violetas.
A eso de las doce me tomé un descanso. Subí hasta el pueblo para tomar una cerveza. María Luisa, al verme, me dijo:
—¿Sabes que un infarto se ha llevado a Hervás?
—Sí, ya lo sé —fue mi único comentario. Me daba cierto reparo el abundar en mi oficio. Luego, introduje una moneda en la tragaperras. Me salieron las tres fresas. El día estaba afortunado.
Cuando la tarde caía por los caminos que llevan al mar, recordé que al toque de oración debería entregar otro aviso. Subí hasta el armario y tomé la ficha, leyendo su contenido antes de introducirla en el sobre de doble luto.
Avivé el paso, atravesé las desmayadas sombras de las acacias, y me fui en busca de la calle Corredera n.° 105. donde una estudiante, Eufrasia Jover Durán, de excelente conducta, nacida un 17 de abril de 1976, debería acudir a la cita con Átropos.
Sentí tristeza y desasosiego al comprobar que conocía a la muchacha, pero el trabajo… era el trabajo. Habíamos coincidido algunas noches de sábado en la discoteca Don Pedro. Rubia, desgarbada de caderas, escasa de pechos, parca en sonrisas, nunca la pude ver en la pista bajo los cañones de luz.
Prefería la oscuridad del rincón, donde las luces ultravioletas distorsionaban sus tristezas.
Hija única de una familia acomodada, había fracasado por dos veces consecutivas en las pruebas de selectividad, entre las regañinas paternas y la indiferencia de los profesores, que no se dieron cuenta de que aquel fracaso escolar debería haber sido tratado por expertos psiquiatras y no por su tutor de COU.
Eran casi las siete cuando, al acercarme hasta los números finales de aquella calle, advertí una silueta desnuda tras los visillos de un balcón. Era un tercer piso del n.° 105. Cuando avisaba al ascensor para subir la carta, oí un golpe seco sobre el acerado. Volví sobre mis pasos. Ya en la calle, pude comprobar que mi invitación, aún sin entregar, había sido aceptada por aquella estudiante, con tanta urgencia como sumisión.
Rodeado de vecinos, casi pisando su sangre, arrojé al suelo la ficha no entregada que, mecida por una extraña brisa, fue a enredarse entre los rizos rubios de Eufrasia.
Aquella noche no pude conciliar el sueño. Aquel dinero fácil estaba cimentado sobre los sudores fríos que anteceden al último viaje, cuando los cuerpos ponen los pies en el estribo para que los espíritus galopen hasta la luz…

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