Recociendo una neurosis o aflorando una vocación, y 2

24-02-08.
Los latinos, sus latinos eran su alegría. Trabajaban como hormigas y algunos le bordaban los trabajos. Nunca necesitó amenazas ni rigores. Y en los recreos o paseos, los embobaba. ¿De dónde a Burguillos, tan tímido, le venía esta capacidad? Bien analizado, siempre creyó que era, su buena dicción, la selección y adorno de los relatos. A lo mejor había en él algo de buen cuentacuentos. Pero nunca pensó que fuera un don.

Las Navidades del último curso las pasó Burguillos empapado en fervores. ¡Qué tranquilo, qué a gusto consigo y con Dios! Estudió mucho. Hizo mucha oración. Y con los maestrillos pasó horas muy familiares. Vivió días y días de presacerdocio.
Meses tardaba en contestar a Isa. Y eran cartas sin nervio. Ella siempre escribía casi a vuelta de correo. Y, por el contrario, en sus cartas no faltaban acosos. Por fin, al cumplir los votos temporales, había dejado a las Hijas de la Caridad. Aunque por ambas partes pretendían dar a su carteo sesgo de amistad familiar, en cada carta, pulgada a pulgada, avanzaban hasta los bordes de una constatación amorosa. Forzaban el santo nombre de Dios para tranquilizar sus conciencias. Ella era más proclive a manifestar estados de ánimo, esperanzas de una amistad más plena. Y, cada vez, abundaba más en quejas y reproches levemente velados. Recursos habituales en lides de amor. Reactivos para provocar efusiones sentimentales. Burguillos, en cambio, diez años menor que ella, actuaba con mucha más retranca. Hacía equilibrios en el filo de la navaja. Las esperanzas que dejaba en algunas cartas, por más progresivas que fueren, siempre eran etéreas.
Mantener el fuego, fuego de rescoldo… ¡Qué bien, su admirado Rubén Darío!: «Por el cielo vagaba la libélula vaga de una vaga ilusión…». Nada de esto obedecía a un plan prefijado. Era la triste manifestación de una psicología insegura, disociada volitiva y valorativamente. Siempre, en el fondo, un afán esterilizante, inhibidor, acoquinándole la voluntad. Nunca, por más que le garantizasen El Dorado, nunca fue hombre Burguillos de quemar naves. Subrepticiamente avanzaban hacia una declaración de amor. Burguillos la temía tanto o más que a la ordenación sacerdotal. Y se reconcomía en escrúpulos. Estaba manteniendo y aun suscitando esperanzas que, por más que de antemano daba por irrealizables, más cada día le enredaban.
Ya tenía a Isa dentro de su indecisión neurótica, siniestra. Para liberarse de esta responsabilidad, siempre, al final de cada carta, le echaba ese chorrito de agua fría que tanto le reavivaba ansias y amores: «Isa de mis recuerdos, yo, mientras no vea claro que la voluntad de Dios es que mi servicio a la expansión del Reino sea en otros tajos, no desvío mi camino». Pero siempre, para suavizar el golpe o por otras sinuosas razones, en la despedida dejaba prendido un tenue aroma de esperanza.
Esta dualidad, en cierto modo doble vida, frecuentemente le hundía ante Dios. Ya no clamaba tan desde lo hondo pidiéndole luz y coraje para seguirle. Cobraba conciencia de que sus relaciones con la señorita Bastida eran incompatibles con la incondicionalidad de entrega que exige el seguimiento de Cristo. Ordenado de menores, Burguillos huyó a toda costa de encontrarse a solas con Isa. Por prudencia o por miedo, esquivaba las ocasiones “próximas” y también las remotas. Un beso, un abrazo pasional, unas manitas simplemente, le hubieran revuelto el espíritu y comprometido la opción limpia del sacerdocio. Y le hubieran obligado con Isa.
Algunas veces llegó a pensar que Dios daba demasiada mano a Satanás para entrometerse y embarullar todavía más la situación. Cuando más sosegado tenía el ánimo podía llegarle una carta como ésta:
«Inolvidable amigo:
Aún no has contestado a mi carta… Te escribo por aliviar mi aburrimiento. La huerta está espléndida de flores y pájaros. También hay muchas abejas y mariposas. En tu cedro preferido han anidado una pareja de jilgueros. Pienso que es señal de algo bueno. ¡Cómo envidio su libertad para todo! Se aman, hacen su hogar y se van adonde quieren. Yo empiezo a asfixiarme en Villaluz. No es que esté arrepentida de haber dejado los hábitos.
Nunca te agradeceré suficiente los empujones que me diste para que ingresara en las Hijas de la Caridad. ¡Qué piadoso eras entonces! ¡De qué modo tan distinto nos mirábamos y escribíamos! Respecto a mi salida, tú, tranquilo. Nosotras renovábamos los votos temporalmente. Yo he cumplido. Han sido años para no olvidar nunca. Han marcado mi carácter. He madurado.
Espero que tu querer no se apague nunca, porque ahora más que nunca “te necesito”. Necesito tu orientación, tus cartas, tu cariño sincero y valiente. Tranquilo, que tú nada has tenido que ver con mi salida. Cosas del corazón que me marcó otro camino. Aunque, si no hubiera contado con tu ayuda, me habría parecido que salía a un mundo vacío. Recuerda que siempre, en nuestras charlas de Valladolid, llegábamos a lo mismo: que sólo el amor justifica el vivir. Y sólo del amor nos van a pedir cuentas. Y ¡qué bien me lo decía tu piquito de oro, mirándome a los ojos…! Ahora me parece, por tus cartas, que te retraes. Mira, cuando alguien querido sufre o nos necesita, es hora de jugárselo todo. Lo demás es egoísmo. Y yo sufro y te necesito. Esto no quiere decir que renuncies a tus sueños sacerdotales… Aunque mi madre siempre dice que tú cura y ella obispo, el mismo día. Te quiere y piensa en ti…
Isa».
Burguillos le contestó a los veinte días con riesgo de haber provocado una conferencia clamorosa en aves y quejumbres. Hizo equilibrios de trapecio por no ser crudo, despegado:
«Querida Isa:
Yo también pienso en ti como en un miembro de mi propia familia. Recuerdo los tiempos de Rioseco, 1938. Tu madre y tú erais muy amables y generosas conmigo, por la ayuda que yo prestaba a Israel. Yo tenía entonces trece años. Tú, veintitrés. Yo era un crío cariñoso y triste, porque aquel colegio no me gustaba. Tú me recordabas a mi hermana Bene, que aún estaba soltera y me quería mucho. Aunque tú eras la clásica señorita de entonces. Y, aun así, eras cercana y muy atenta conmigo. Me encantó ir a vuestra casa. Tú me mimabas. Yo me extrañaba, pues era un crío soso y tímido.
Recuerdo el viaje a Valencia de don Juan en el coche de caballos. Te recuerdo tocando el piano en el salón de los retratos. Y recuerdo cuando entrabas a despertarme y me cantabas: “Alevántate, mozo, que ya es mañana…”. Corrías los cortinones, abrías el balcón y la luz me deslumbraba. Hoy no sé si me deslumbraba la claridad a chorros o el trasluz de tu silueta con el sol y todos los pájaros y aromas de la huerta arracimados a tu cintura… Pero puedo asegurarte, Isa, que, en el encanto que me recreaba en tu hermosura, no había un sentimiento carnal. Te miraba con los mismos ojos limpios y admirados con que había visto a mi hermana Cándida hacerse mujer bonita.
La última vez que pasé las fiestas de la Encina con vosotros fue antes de ir a Carrión. Regresé a Moral el día once. El catorce era la fiesta: “El Cristo”. Fui al baile como despedida. Y entre las forasteras, una, Josefina Escudero, me fascinó. Me atreví a bailar con ella y nos enamoramos perdidamente. No era más bella que tú, pero yo la miraba y tomaba entre los brazos para bailar de modo muy distinto a como te miraba a ti. Y un beso que nos dimos, leve y suave como el aleteo de una mariposa, me supo muy distinto a los que en llegadas y despedidas nos dábamos tú y yo…».
Esta correspondencia era pábulo de la dualidad de posibilidades que le clavaban la voluntad. El ego y superego cada día más entigrecidos entre sí. Y Burguillos, que se había clavado el fin de curso como fecha inaplazable, empezaba a sentirse terriblemente en desamparo y sin un matojo donde tender sus dudas al sol. Y volvía a descoyuntarse, polarizado entre estos dos puntos de discordia, siempre en gresca encendida, tal vez porque se sabía inválido. Pero, porque necesitaba acertar o quizá justificar su indeterminación, o quién sabe por qué, Burguillos volvió a la vía dolorosa… Y decidió acudir a la cabeza que él juzgaba sabia, esclarecedora y humana.
Conocía su vida pecadora de una confesión general. El padre Rodrigo nuevamente le impresionó por su cordialidad severa y elegante. Le estimulaban además el interés y la receptividad respetuosas con que el padre le escuchaba. El guión, de tan repetido, ya lo llevaba expurgado de incisos, minucias y adherencias insustanciales. En un momento en que a la voz se le enredó la emoción, muy a punto le dijo:
—Verbaliza usted muy bien. Como las gentes de nuestra tierra.
Se rehizo. Siguió y remató su relato.
El padre Rodrigo se arrellanó en su modesto sillón, se ajustó el bonete y le sorprendió:
Carísimo, llega usted en el momento justo. El obispo de Huelva, paisano y amigo mío, me pide un misacantano bien preparado para Rector del Seminario Menor. Dada tu buena mano con los latinos y el buen ambiente que tienes entre teólogos y canonistas, te recibiría con aleluyas. Y fajándote como te fajas en el trabajo, la empresa de prestigiar el Seminario te absorbería esas obsesiones. Y ya sereno, sería el tiempo de pensar definitivamente en la Compañía.
Sus dudas tuvo Burguillos acerca de la soltura con que había formulado la consulta. El afán de interesar al jesuita que juzgaba más prestigioso de toda la Universidad, ¿no le habría llevado a pervertir el concepto de su eximio consultor? La propuesta le halagaba, ¡cómo no!, pero… ¿no había estado un poco ligero el ponderado padre Rodrigo…?

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