A tientas

09-06-07.

De golpe envejeció la primavera.
De golpe mi jardín se puso umbrío,
y hasta la firme undosa enredadera
quedó desorientada por el frío.
A. Lara.
Los inviernos, largos, interminables, penosos. Pero con su pequeño contrapunto espectacular. Los árboles, espinos, jaramagos se enjoyaban con polvo de estrellas. Y las calles del pueblo, todas, a derecha e izquierda, amanecían con estalactitas de cristal. Pendían de las canales y eran tan largas que, a trechos, dificultaban el paso por las rudimentarias aceras. Los humeros de todo el pueblo fumaban sin descanso. Crudos inviernos de posguerra… Inviernos de estrecheces, frieras y sabañones. Inviernos que les apelotonaban pegadicos a la chimenea, o al ruedo de una camilla con brasero.

Algunos chicos y chicas de la edad de Burguillos formaron pandilla. Y en alguna de sus casas mataban las tardes jugando a las prendas y a las cartas. Le invitaron y alguna vez acudió. Aunque lo suyo, despachados los deberes domésticos, ‑vacas, burra, yegua e ir al palomar a cebar las palomas‑, lo suyo era devorar lecturas. De santorales y temas instructivos le abastecía don Silvano, el párroco. Y él, por su cuenta, rastreaba por el pueblo cualquier letra impresa. Folletines, culebrones ‑de aquellos de cuadernillos por entregas‑ lacrimógenos, deleznables. A veces, saturado de letras, Burguillos acudía a la pandilla y siempre procuraba colocarse junto a Diana.
Diana era una adolescente fina, alta y rubia. Había venido, no se sabía bien de dónde, a matar el hambre a casa de su abuela. Nadie en el pueblo recordaba que la madre de Diana se hubiera casado. Sí recordaban que la supuesta madre de Diana era guapísima. Y que marchó de mocita. Todo olía a embrollo y misterio. Misteriosos eran también los ojos verdes de Diana.
Por entonces, un amigo del padre de Burguillos saldó parte de su deuda de bodega. Y para acabar de cancelarla le regaló una tracalada de libros que le estorbaban en su casa. ¡Un tesoro! A Burguillos todavía no le sonaban Alberto Insúa, Pío Baroja, Julio Camba… Descuidó la panda y la incipiente simpatía de Diana, y se lió con La Dama Errante, de Baroja. Y enseguida, con El negro que tenía el alma blanca. Miró le deslumbraba. ¡Cuánta luz! ¡Qué campos de mieses y de vides! ¡Cuántas palmas e higueras! Hasta alondras había como las que salían en su pueblo de entre los trigales verdes. Que, igualito, igualito, se perdían en la altura y pespunteaban de trinos las mañanas. ¡Cómo le hubiera gustado haber nacido en Galilea o en Oleza…! «Sí, ‑pensaba‑ todo era mucho más hermoso que nuestra viña».
Una tarde volvió con la panda. Diana vestía un abrigo rojo fuerte, con el cuello y las solapas en negro. Se lo había hecho su abuela de un cobertor. Era muy pesado y le quedaba grande. Cuando se despojó de él, creyó que el talle le florecía como las espigas de cebada cuando se liberan del zurrón, rubias y verdes aún, y se echan al aire. El suéter malva le remarcaba a Diana los senos como dos brevas sugerentes.
Miró le tenía amarrado. Pero ¡cuántas palabras que Burguillos no comprendía…! Y que no lograba presuponer su significado a través del contexto. Aunque tampoco le interesaba mucho. Por sugerencias del padre Marcos, seguía afanoso en coleccionar palabras. Y aquéllas que él no entendía debían de ser como pomos de perfumes caros; o a lo mejor, de espiga de nardo. O como conchas con su perla escondida… Esta ignorancia le llevó a comprobar su tesorería. ¡Nada! «Lo que le urgía ‑pensó‑, más que cualquier otra cosa, era un diccionario». Trató de llegar a un acuerdo con sus padres… Prometió que… Y que también… renunciaría a los zapatos nuevos…
Un día de pandilla, apareció Diana. Vestía un abrigo nuevo muy bonito. Y llevaba una cadenita al cuello con una pequeña medalla dorada. Un tío suyo, por parte de padre, la había llenado de regalos. La medalla debía de ser muy linda. Colgaba graciosa entre ambas “mámulas” de Diana. Pero era tan chiquita que, para bien contemplarla, había que acercarse mucho y tomarla entre los dedos. La miraron todos por turno. Burguillos fue el último. Y mucho más que el brillo del oro le encandilaron los ojos verdes de Diana.
En vísperas de las Navidades, sus padres, siempre divinamente avenidos, fueron a Rioseco. Había que abastecerse con algún extraordinario. Y, benditos ellos, le trajeron un diccionario precioso. Veintidós pesetas, con el descuento por regateo. El mejor legado. Para Burguillos, cada nuevo significado era una conquista. Un activo que ensanchaba su saber y expandía su vida. Que los seres no se poseen en tanto desconocemos su nombre. «¡Oh, inteligencia, dame / el nombre exacto de las cosas!». Con el diccionario a mano se acrecentaron sus fervores por el bardo de Orihuela. Seguro que leía con más tesón buscando nuevas palabras o giros que buscando el sentido literario. En una libretita, siempre a punto, Burguillos copiaba el nuevo hallazgo. Y cada noche, antes de acostarse, las repetía en alta voz y terminaba aprendiéndoselas de memoria.
Ya antes de cruzarse con Gabriel Miró había sentido Burguillos sus primeras corazonadas literarias. Fue una mañana de mayo; tendría diez años… A la era familiar, la primavera abundosa en aguas la hizo un vergel. Flores blancas, azules, doradas, salpicaban el césped verde, nuevo, brillante… Los grillos, abejas y mariposas… Decidió escribir lo que experimentaba. Y aquel día se enamoró de la palabra.
Mucho más tarde, Burguillos se daría cuenta de que escribir, cuando hay donde mojar la pluma, era una ascética maravillosa: aristocrática manera de perfeccionarse.
A Miró le debía una de sus más estimables ilusiones, bella y colorista como un arco iris: ser escritor. Embelesar, imantar, seducir a sus lectores como Miró le seducía a él. De su mano, intentó Burguillos acercarse a todos los seres y buscarles el lado, el perfume, el tacto, la esencia convertible en belleza literaria. Entraba en el pensil de sus libros con la misma emoción que llevaba, de niño, a las espadañas y herbazales del arroyo. Y se sorprendía de sus hallazgos como cuando, muy niño, atrapaba una ranita de San Antonio, una libélula o una mariposa. A Burguillos le estimuló el intento de dar con la palabra justa y hermosa. Trabajaba el montaje de la frase como si se tratase de una joya fina. Se incitaba a desear copar lo circundante y hacerlo palabra: a ser la voz de la tierra.
Rodando los años, también encandiló a Burguillos otro levantino, paisano de Miró, y como él, lírico, moroso y contemplativo. Azorín le dio otra lente para observar las cosas. Otro sosiego para acercarse y tratarlas poéticamente. Una actitud más pura, más sobria. Más acorde con la belleza austera de su Tierra de Campos. Fue una cura contra la expresión lujuriante de Miró. El maestro Azorín, al amanecer, abría el palomar de su pluma y poblaba el día de voces pausadas, trasparentes, serenas… Había escrito taxativo que «llegar a saber que el arte supremo es la sobriedad, la simplicidad, la claridad». Divina lección que no le llevó a abjurar por completo de Miró. Gabriel Miró le dejó marcado como un primer amor.
 
Casi sin sentirlo, un mal día, Burguillos se vio envuelto, perdido en un banco de “niebla” espesa, cerrada. ¿Pero cómo podía sucederle esto? Esto ya no era el aburrimiento de Rioseco. Era más agudo todavía que la preocupante atonía del pasado invierno, cuando ya le costaba un triunfo llevar el vino al podador cada tarde, con el caballo. Nunca se había hartado de caballo… Hacía tiempo ya que Burguillos venía pensando que había que emigrar. Moral le asfixiaba. Le repelía secretamente enraizarse allí: triste, melancólico; ser, vivir y pensar como se vivía y pensaba en Moral. Y no es que se creyese más que nadie. A Burguillos, los frailes le habían despertado otras aspiraciones. Pero él amaba a Moral por encima de todo otro pueblo o ciudad. Que allí aprendió a hablar, allí tejió y allí estaba esparcida su infancia feliz. No había era, caseta o cercado que no le hubiera visto buscando grillos, nidos, lagartijas… Ni pájaros de invierno ode verano que él no conociera. Vivía a gusto con su familia y tenía amigos de la niñez. E incluso más de una vez, encaramado ya en el columpio de la vida, le tentó afincarse en Moral.
Pero ahora su angustia no se originaba en la indecisión. Era algo más profundo. Todo venía de una falta absoluta de alicientes, de motivaciones. Y era alarmante, nihilista. Burguillos no se reconocía. Había perdido la conciencia de su propia identidad floreciente. Y con ella se le fue la autoestima, en creciente evolución.
Por aquellos días, el pueblo entretuvo su hastío con la llegada de un hombre alto y misterioso. Muy elegante. En un cádillac color marfil, ancho como una cama de matrimonio, se llevó a Diana. Y con Diana se fueron sus encantos y el verde espiga de sus ojos. Y los de la pandilla, que alguna vez pasaban a recogerle, cuando le encontraban tan mortecino, pensaban que era la ausencia de Diana la que le había herido. ¡Ojalá mal de amores fuera su mal…!
Los paúles le habían hecho creer a Burguillos que él era como un huerto donde se sembraban saberes… y buenos hábitos. Y también proyectos, anhelos e ilusiones. ¡Qué bonito era soñar…! Pero ahora ¿qué le quedaba de todo aquello? La guerra, San Buenaventura, Moral, le habían arruinado el sombrajo y se había quedado al raso pelado. La crisis se le había insinuado reptante e insidiosa. Nunca entonces relacionó su ánimo desolado con la erradicación, a tajo, del ambiente donde era feliz, porque satisfacía las necesidades correspondientes a su evolución. Al fin, terminó bajo un cielo cerrado, sin estrellas. Se le apagaron los impulsos íntimos, los sueños… Le dolía recordar que en la Apostólica había sido un niño considerado y feliz. Y ya no era nadie. Un pobre muchacho sin tierra ni caminos donde pisar. Realmente ¿tuvo alguna vez algún valor?
Este cóctel de vivencias lacerantes, descorazonadoras era como una borrachera de frustración para Burguillos. Le neurotizaba a fondo. Ni siquiera la lectura le ataba la imaginación. Y por falta de orientación, y por su atención quebradiza y volátil… y por todo su yo contaminado de negativismo, rompió sus “lirótoros” vagidos.
Y Burguillos cejó en su prurito de ser escritor. Se miraba las manos y todos sus naipes eran negativos. Sobre el desamparo y la falta de pertenencia… la falta de significados, la vida sin objetivos. Lo más alarmante era su incapacidad de ilusionarse con nada. José M. Tomillo, Miguel, Jesús… desde niños fueron sus grandes amigos. Juntos se reían y él gozaba haciéndoles reír. Hablaban de todo sin reloj. Mientras que ahora, si iniciaban un paseo juntos, no había fluidez en el trato. Languidecía la charla, no había fusión. Tenía Burguillos la aprensión de que algo aislante, algún fluido de indiferencia emanaba de él. Cuánto, tiempos adelante, habrían de servirle estas experiencias en su vida de comunicador. Saber que, insensiblemente, el estado de ánimo se desliza en la palabra.
Los perros, sus inseparables amigos, le acompañaban en sus paseos campestres. Siempre alegres, jugando, corriendo, saltando. Delante, detrás, de costado. Actualmente, a la zaga. Como cuando les corregía severamente. Y si los acariciaba y lagoteaba, no ladraban ni saltaban festivos. Se le humillaban y gemían. ¿Tan profunda era su ansiedad que hasta los perros olfateaban sus desajustes hormonales?
La gravedad clínica de su depresión se patentizaba en la inapetencia total y se estiraba incluso al afán de vivir. Todo el día un nudo presente, no sabía Burguillos si en el estómago, en el diafragma o en el plexo solar. ¿Y la noche? ¡Ay, la noche! Algunas eran de angustia seca, cargadas de asco, como de un resentimiento metafísico. En estas noches no aludía a Dios para nada. Como si no existiera. Lo más aproximado a un consuelo era desearse una muerte rápida. Otras noches eran lloronas, clamorosas. Burguillos dormía solo y aislado. Le atoraban los lloros y gemidos. Quizá por acallar sus lamentos, quizá por descargar la tensión, mordía el embozo de la cama. Y entonces sí se acordaba de Dios. Y a ratos clamaba al cielo. Y como se le hacía un Dios sordo y de piedra… con las manos alzadas, en garfio, le interpelaba: «¿Qué te he hecho yo, Dios? Sácame de este infierno o mátame ya…». Y como las cuerdas muy tensas terminan rotas o aflojándose, a Burguillos, un sudor frío le aplacaba.
Dormir era otra papeleta. Necesitaba dormir. Pero las pesadillas… En lugar de ovejas, recitaba romances que había aprendido en Pamplona: «Doliente se siente el rey…»; «Morir vos queredes, padre…»; «Triste estaba el caballero, / triste está y sin alegría…»; «Apriesa cantan los gallos e quieren cantar albores…». Su hiperestesia de oído percibía todos los gallos del pueblo. Y con ellos, como furias que le agredían, soñaba.
Burguillos se levantaba desmadejado. Sin un punto de atracción que le animase el día. Enfundándose los calcetines, sentado sobre la cama, cuántas veces volvía a recostarse encogido en actitud fetal, porque el día, vivir otro día le aterraba. En casa eran solícitos con él. Seguro que algo intuían. Pero consiguió que le dejaran en paz con sus preguntas.
Algunos días soleados de enero, su padre le decía sin empalagos:
—Hijo, que adelante tu madre la comida y vamos al majuelo. Y entre los dos podamos los almendros. Llevas tú el caballo y yo voy en la burra…
Y la madre les adelantaba la comida y, sin darle importancia, les presentaba alguna gollería. Burguillos accedía por no desairar a su padre y por no dejar al aire su llaga fresca. Ya que sabían todos que para ir a la viña siempre estaba a punto, aunque fuese para cavar o sulfatar. Y ya de camino, veía a su padre gozoso junto con su otra familia, los animales… Y también porque amaba a la viña tanto como él. Y Burguillos trepaba los árboles y aserraba y cortaba por donde su padre le decía. Y se rehacía, escuchándole planes y proyectos en los que siempre, de algún modo, le implicaba. Y al volver, antes de tomar las caballerías, el padre liaba un grueso cigarro. Y con gesto de complicidad le preguntaba:
—¿Te hago uno, hijo?
Y él, porque adivinaba que era un entrañable afán de acercamiento, respondía:
—Bueno, padre, pero finito.
—No se lo digas a tu madre, ¿eh?
Y volvían a casa saboreando la tarde. Su padre, “regustando” la picadura fuerte de su tabaco. Y orondo porque le había resucitado un poco. Y él, tosiendo y escupiendo… Y con un poco de vida en las manos. Los chuchos ladraban alborozados delante de las caballerías. Esas noches oyó cantar menos gallos.
En casa de los Burguillos no eran supersticiosos ni dados a novenas milagreras. Ni a ver la voluntad de Dios propicia o enojada en la suerte de las cosechas. Pero Burguillos, tan tundido y desnortado estaba que más de una vez pensó si su mal no sería un justo castigo. «Oiga, que ‑se decía‑ sentirse a gusto en un proyecto, llevarlo con éxito, y siendo cosa de Dios… se las trae dejarle así, sin más, por unos kilos de menos…».
En aquellas noches infernales de gallos y lágrimas, más de una vez a Burguillos le tintineó aquello de «La mano, en el arado y la vista atrás». Los modos y manifestaciones de Dios no son de fácil lectura. Y, en ese tiempo de paz, reconsideró su vocación. Acaso aún era tiempo… Que viva y bien viva coleteaba en sus adentros. Porque era muy serio el asunto para, lo cojo, lo tiro y lo vuelvo a coger. «Con la voluntad de Dios no se juega» ‑pensaba‑. Por supuesto, él no le pedía a Dios que, como a Samuel, le llamara tres veces por su nombre… Ni siquiera le pedía que en febrero colorease de frutos el cerezo más ruin. La manifestación con que él ponía a prueba la voluntad de Dios era bastante menos espectacular: más simple y congruente… aunque algo ridícula. La mayoría de los mozos de su edad sufrían el típico acné juvenil. Pero Burguillos había pasado la adolescencia y juventud sin un solo grano.
«Si en quince días ‑se prometió‑, me salía uno en la punta de la nariz, él, Burguillos, saltaría, si fuera preciso, el cadáver de sus padres. Y sin volver la mirada, entraría en religión». Quince días estuvo pendiente de la punta de su nariz… ¡Cuántas veces, impaciente, había contado con los dedos los días que faltaban para el parto de una vaca o para la eclosión de los pavos…! Pero esta expectación era distinta. Ésta era muy seria y trascendente. Uno, tres, siete, trece días de manoseo y espejo. Se acordaba del bueno de Aguirre… Y así, esperando un grano en la nariz, Burguillos perdió meses y meses. Y es que a Dios no se le puede apremiar como si fuera un cliente moroso.
Los cigarros y la poda a medias con su padre, los días luminosos y aun los partos de la yegua y de las vacas le entonaron. Le ayudaron a liberar los impulsos vitales, las ansias profundas de vivir. Todo ser humano las lleva claramente inscritas en su proyecto vital. A ellas se agarró Burguillos hasta dolerle los brazos. Y se hizo el milagro de un alba nueva. Volvió a la vida. Y vitalmente se convenció de que lo más bello, lo más apasionante, bajo el sol, siempre, es ¡¡vivir!!, ¡¡vivir!! Pero no se le olvidaría nunca aquel tiempo pasado, de muerte viviente… ¡Que al despertar de su vida se le hubiera ésta hecho tan odiosa y él tan extraño a los suyos! Fue duro. Fue un sufrimiento, una desolación extrema, absoluta, en los lindes de lo infinito. Nunca pensó en el suicidio, pero sí deseó la muerte a manos llenas.
Ese renacer devolvió a Burguillos a la vida y a todos los goces desaparecidos. Su júbilo fue profundamente valorado.
A partir de este agujero negro, se le despertó viva curiosidad por analizar y averiguar qué le había sucedido y por qué. El guignosce seauton de años posteriores empezó aquí. Y sin obsesión fue un empeño de toda su vida.
Pasada la “niebla”, parras y árboles y pájaros volvieron a ser sus amigos. Le parecía que se le estaban desentumeciendo las alas. El entusiasmo y la imaginación se desquitaban de su letargo y le ofrecían una pradería frondosa. Y Burguillos empezó a mariposear sobre tantas opciones. Con su memoria, su imaginación y su capacidad de entusiasmo ¿qué no podría ser? Escritor, periodista, actor, médico… Donde más se anclaban sus sueños era en la vida religiosa. Y también en una vida de campo, bucólica… ¡Qué caballos iba a criar! Y, si fuera paúl, ¡cómo iba a llevar la Apostólica…! ¡Qué charlas, qué entusiasmos iba a levantar entre los chicos! Y además, seguro que iba a hacer raya como predicador.
Todas estas opciones eran pura veleidad. Se exaltaba soñando posibilidades, sin darse cuenta de que en esta euforia y sobrestima había un punto de hiperreacción compensativa. Lo que era sólo posibilidad ya se le erigía como su becerro de oro… Mientras, embozada, arrebujada, ya empezaba la indecisión a trabajarle a fondo. Demasiadas ofertas, todas tan atrayentes… Pero Burguillos estaba resuelto a cambiar de plaza. Secretamente había tomado la determinación.
Alguien le había dicho a Burguillos que en Canarias estaba el paraíso y que allí se ataban los perros con longaniza. Y por probar, allá se fue algo escéptico, con 700 pesetas en papel y 300 en calderilla. En Cádiz ‑salada claridad‑, el mar le dejó sin habla. En los cuatro días de navegación no se cansaba de contemplarlo. En Santa Cruz le esperaba su hermano. Llegó, vio y… no encontró perros ni longanizas. Sí comprobó pronto que las niñas eran preciosas. Y muy proclives a la conquista de los “goditos”. Tuvo pocos amigos; en cambio, amigas…
Volvió Burguillos a la Península sin dar un palo a un perro. Pasó el verano animoso, ayudando en la recolección. Recibió cartas de sus amigas que le hicieron pensar muchas cosas bonitas. Pero en su interior, muy en secreto, ya estaba echada la suerte. Y resuelto como estaba, secretamente hizo gestiones para orientar su vida. Sabía que le hubieran gestionado la vuelta con ellos. Pero no se atrevió a recurrir al padre Pano, al padre Marcos o al padre Bernal.

Moral de la Reina

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