Carta a Manuel López Fernández

Barcelona, 15 de diciembre de 2006.
Ilustre y querido Manuel:
He leído con extraordinario interés tu libro Historia de la vida escolar en Villanueva del Arzobispo I, cuya segunda parte dedicas a las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia. Las palabras del Padre Rector, don Juan Luis Veza, resumen, en el prólogo, el valor enorme de la obra con que nos acabas de obsequiar:

Desfilan por estas páginas, como no podía ser menos, nombres imprescindibles, personajes entrañables, anécdotas sabrosas, fechas, datos, cifras… Una galería de recuerdos que describen y evocan la experiencia de mutuo enriquecimiento que ha significado siempre la relación entre Villanueva y Safa, que ya no se entenderán nunca la una sin la otra, para bien de ambas.
Será que me estoy volviendo tierno como las hojas del cebollino. O será que los años me originan incontinencia lagrimal, como a otros les causan incontinencia de orina. O será que el reencuentro inesperado con personas maravillosas y compañeros entrañables me ha provocado un “soponcius senectute” que me ha llenado los ojos de lágrimas cálidas y diminutas como la lluvia del chirimiri.
Tu libro, querido Manuel, ha sido para mí un regalo inimaginable por el que hubiera pagado años de vida. De nuevo, gracias a ti, he recorrido, junto al padre Pérez, el camino que iba de las clases al dormitorio, entre setos de boj y robles viejos. He oído sus palabras, diciéndome, en voz baja y con delicadeza extraordinaria, que había muerto mi abuelo. Y he sentido en el alma una profunda pena porque, con sólo siete años, volvía a quedarme huérfano otra vez. Y como entonces, he vuelto a rezar a la imagen de la Virgen ante aquella cueva, hecha de rocas y de musgo, sobre la que caía una lluvia dulce y suave como una súplica.
He vivido las interminables tardes de estudio, la lectura de notas, el miedo a los castigos y la amenaza permanente de la expulsión. He escuchado con atención las normas de urbanidad y las reglas de ortografía: Cebolla se escribe con b y con ll. La palabra yo no se escribe con ll, porque la ll son dos orejas de burro y nadie querrá que lo llamemos ‘burro’. Y, entonces, todos se reían y me miraban, porque decían que yo tenía las orejas de soplillo. Y me he divertido al recordar el rezo del rosario y cómo alargábamos las eses finales del “Ora pro nobisss…” en la letanía.
He recibido las atenciones maternales de Fuensanta ‑como entonces‑, cuando estábamos enfermos y ella nos llevaba juguetes y tebeos, para que soportáramos mejor la fiebre de la gripe asiática y la soledad de la enfermería. He sentido el beso bondadoso de doña Carmen Benavides; y he chutado con la pelota que ella me regaló, en aquel patio en el que estaba prohibido jugar al fútbol; y otra vez don Rogelio me ha vuelto a castigar.
He conocido por ti, y por las cartas que recoges en el libro, que aquel internado subsistía de milagro, porque no había dinero; y he comprendido, aunque me las imaginaba, las razones concretas por las que algunas noches cenábamos migas de pan y una taza de “chocolate”, que en realidad era caldo de algarrobas. Y he vuelto a leer desde el púlpito del comedor la vida de Benardette Soubirous; y he sentido miedo al recorrer el camino del comedor a la capilla, escuchando el canto del búho entre los árboles; y me he emocionado, una vez más, con las oraciones de la noche, tristes y tenebrosas.
Quiero darte las gracias sinceramente por el bien que me has hecho, aunque a veces me haya visto obligado a sorberme alguna lagrimilla. Se advierte, con absoluta claridad, que tienes un alma grande y un amor a la Safa que aflora en cada palabra y en cada frase.
Me he mirado en los ojos azules, hermosos y profundos como lagos, de María Garrido, a la que tú llamas «mujer abnegada y de eterna sonrisa»; y he agradecido su cariño de madre, al secarme las lágrimas y lavarme desnudo aquella mañana de domingo en la que me encontró llorando desconsoladamente porque, mientras mis compañeros jugaban en el patio, yo estaba castigado, solo en el dormitorio, por no ser capaz de hacer la cama.
He visto flamear al viento las banderas orgullosas y alegres sobre sus mástiles, engalanando la mañana de fiesta y anunciando que era el día de San Fernando y que aquel día especial comeríamos huevos fritos. ¡Qué lujo! He sentido el olor de la tierra mojada y he contemplado a Luis, el jardinero, regar con su manguera el patio de recreo. He vuelto a ver, ante las clases, la exposición de cartulinas que habíamos dibujado con tintas de colores y adornado con estampas, guirnaldas y cenefas; y he admirado el mérito enorme de aquellos trabajos escritos con letra gótica, noble y señorial. Y otra vez han ganado Miguel Cano Garrido y José Moreno Cortés que, como entonces, han hecho unos dibujos primorosos.
Me he despedido de nuevo de las empleadas y, con enorme alegría, les he dicho que el próximo año empezaré a estudiar Magisterio en Úbeda. Y he escuchado sus palabras de afecto y de ánimo; y me han dicho que, cuando aparecí por el colegio, Fuensanta había preguntado si alguien tenía una cuna para el niño que acababa de llegar. Y he abrazado a don José Alarcón y a don Antonio Expósito y a don Carmelo y a don Diego Mellado, aquellos maestros maravillosos que se desvivían por nosotros, aunque la mayoría de los meses cobraban tarde o mal, o no cobraban sus honorarios. Y hasta don Rogelio me ha parecido más bueno y más humano.
Podría pasarme el día entero recordando los momentos que tu libro me ha devuelto al corazón y agradeciéndote tanto trabajo, tanta ilusión y tanto afecto. Pero debo terminar esta historia que es la de todos aquellos que tuvimos el privilegio de formarnos en las Escuelas de la Sagrada Familia, aquellos años crueles y difíciles de la posguerra.
Sólo una cosa más. La relación de los últimos setenta y cinco alumnos del internado en el curso 1957‑58 es un documento excepcional. Muchos continuamos en Úbeda nuestra formación y otros, por razones personales, dejaron la Institución. ¿Qué habrá sido de mi amigo José Gallego Medina, natural de Sabiote? ¿Dónde estará Fernando Serrano Sánchez‑Aparicio, de El Centenillo, que tenía una inteligencia prodigiosa y una voz angelical?
¡Qué gran tarea sería recuperarlos a ellos y a todos los demás!
En la página 362 he encontrado unas palabras que me han emocionado especialmente. Antonio Lozano López, uno de los alumnos más capacitados, más inteligentes y mejor persona que recuerdo, dice: «Con Dionisio Rodríguez había un lazo especial: éramos lo que en el colegio se conocía como “hermanos de oración”; y es que a la capilla íbamos a rezar por parejas, y a mí tocó con Dionisio». ¡Cómo me gustaría volverle a ver!
Termino, querido Manuel, diciéndote una vez más que, con tu libro te has ganado mi afecto, mi agradecimiento, mi admiración y mi respeto. Que valdría la pena comparar aquel derroche de sacrificio y generosidad de nuestros educadores, con la oferta en valores que se hace hoy a la infancia y a la juventud de nuestro tiempo. Y que, aunque hay que vivir siempre oteando la línea del horizonte, no podemos olvidar el entusiasmo de aquellas personas que intentaron despertar en nosotros el ansia de saber, de ser más generosos, más amables, más educados y mejores personas.

Un abrazo muy fuerte y enhorabuena.

roan82@gmail.com

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