09-10-06.
Editado en el Ideal de Almería, el 8 de junio de 1995.
Conocí a Lola Flores en la primavera de 1965. Fue en Úbeda, donde ella hacía dos funciones con su espectáculo de Arte Español en el Teatro Ideal Cinema. Hacíamos una revista de juventud y fuimos a entrevistarla, animados por nuestros compañeros del colegio de jesuitas, inconscientemente conscientes del bombazo que las palabras de la Salvaora (¡qué poco la conocíamos!) podrían representar ante los severos oídos de nuestros superiores.

Los dramaturgos españoles se evadían, viendo crecer la hierba, como Antonio Gala. Y nos recordó las palabras del suegro de Charlot, el dramaturgo Eugene O’Neill: «Dicen que existe la paz en Los verdes campos del Edén, pero hay que morirse para averiguarlo». Tampoco supo ponerle los Anillos para una dama, como Lola. Buero Vallejo, nostálgico de su Ardiente oscuridad, nos recordaba en otra entrevista que todos éramos “ciegos” o, al menos, cegatos ante los problemas de la vida; y representaba mil y una noches su Concierto de San Ovidio. Alfonso Sastre, triunfador con Escuadra hacia la muerte y Ana Kleiber, hacía metafísica con La sangre y la ceniza y Los diálogos de Miguel Servet.

En los cinemas de Pigalleen París, estaban de moda las películas pornográficas. Lola Flores, muy al día de los derroteros del cine, comentó con desprecio que ese tipo de cine entre el erotismo y la pornografía (le daba un acento especial) no tendría porvenir y que ella no se desnudaría jamás. Años después, saldría ligerísima de ropa, ‑en pelotas, como diría ella‑, en Interviú; no quise ver la revista para recordarla en aquella entrevista seria, sobre un cine serio y “con tema”.
Yo creo que Lola representaba como nadie, como un arquetipo, lo que hemos estudiado de Tennessee Williams y su teatro: «Destaca el papel preponderante que da a la mujer sureña, presa siempre de frustraciones. Plantea problemas sociales con vigor expresionista y trata con simpatía y comprensión a personajes degenerados y en proceso de total desintegración».

Desde aquellos productores como Cesáreo González, Luis Sanz, hasta el último español, deberíamos llevar sobre nuestra piel (si de verdad nos desnudáramos de nuestros prejuicios) una “rosa tatuada” en memoria de aquella Lola genial que tanto amó a España desde cualquier lugar, incluidos los días de San Camilo en La Granja o en el Teatro Calderón. También en París o en Venecia, de la que decía, como Aznavour, que estaba triste porque los niños no podían jugar a la pelota en sus calles de agua. Esa misma agua que en El alcázar de las perlas arrastraba «en féretros de espuma cadáveres de rosas». Son versos de Francisco Villaespesa, como estos de «Rosal que otoño deshoja, / vuelve en mayo a florecer. / Rosal de la juventud / sólo florece una vez».
Lola se fue para siempre, hace poco menos de un mes, a un jardín donde podrá decir, como el poeta cubano José Martí:
«Cultivo una rosa blanca,
en junio como en enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.
en junio como en enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni ortiga cultivo;
cultivo la rosa blanca».
el corazón con que vivo,
cardo ni ortiga cultivo;
cultivo la rosa blanca».