18 de julio

13-07-06.
Alarga la llama el odio
y el clamor cierra las puertas.
Voces como lanzas vibran,
voces como bayonetas.

M. Hernández.
El dieciocho fue domingo. Sus hermanas le vistieron como si fuese un novio. Le repeinaron y pusieron colonia.
En el atrio de la iglesia, pocos hombres. En corros, hablaban bajo y animados. Todo le pareció un poco raro. Ninguno le dijo nada…

Los domingos, después de misa, ir a ver pasar el tren de las doce era lo rutinario. En lo que llamaban Casa del Pueblo había mucha bullanga. Y en las ventanas, dos banderas. La tricolor y otra roja como una amapola con una hoz y un martillo en negro.
Pasó la tarde con los hermanos Tomillo en la viña. Le contaron muchas cosas… De una lista negra en la que estaban apuntados algunos patronos del pueblo. No sabían si figuraba su padre… Sí le aseguraron que el majuelo y la bodega estaban en el reparto de fincas.
Los perros cazaron un conejo. No disfrutó la hazaña. Estaba deseando llegar a casa… Volvían a pie por la carretera. Se cruzaron con camionetas de gente joven, alocada. Les saludaron con la mano abierta y gritando "¡Arriba España!".
El padre no estaba en casa. Su madre preparaba la cena. Le acompañaba la tía Anastasia. Tampoco ellas dieron importancia al conejo. Pensó que estaban preocupadas… Sus hermanas llegaron del baile muy pronto. Y se quedaron en el comedor hablando muy serias con la madre. Algo pudo oír. Palos… Navajas… Falangistas de Villalón…
En su casa, comer y cenar todos juntos era un rito. Lo hacían en la cocina. Después de irse los dos casados, un amplísimo octógono les acogía a todos. Era muy grato porque se veían todos las caras y con todos podían hablar y discutir. La madre, repartida entre el fuego y la mesa, siempre pendiente de los pequeños, que eran de mal conformar con las comidas. A su padre ¡cuántas veces le ha recordado feliz, repartiéndoles unos melones, el turrón de Navidad o el mismo pan de cada día! Y siempre cercano y de buen humor. Pero aquella noche estaba serio, como si estuviera enfadado… Le pareció que las hermanas cenaban tensas. Ya nadie le preguntaba nada del colegio. En el puesto de Manolo no pusieron platos… Preguntó por él : "Se ha quedado con unos amigos", le dijeron. Su padre, ya más que serio, parecía sombrío. A la madre se le escapó la leche en el fuego. Al pequeño y a él les empujaron a la cama. Su madre no pasó a verles… Rendido y somnoliento no pudo dar mucho tiempo a interpretar las impresiones del día.
"Guerra" fue la primera palabra que escuchó en el duermevela del despertar. Y de guerra, revolución y levantamiento estuvieron trufadas todas las conversaciones de ese día, los siguientes y muchos más… Había estallado la guerra civil. Su hermano Manolo, con los falangistas de Villalón, con Nato y Paco Díez… ¡se había ido a la guerra! Él, propiamente, no tenía de la guerra más noticia que los grabados truculentos de algunos libros. Comprendió la mala cara de su padre y la angustia de su madre.
Además, la cosa iba en serio. Los de un bando y otro tomaban sus medidas. Se rebuscaban viejos pistolones oxidados y se limpiaban las escopetas de caza. Y hasta se montaron nuevas horcas de hierro. En Murguía olvidó las tensiones que había en Moral entre los de arriba y los de abajo, los patronos y los obreros, los que tenían algo y los que sólo tenían hambre. Supo que en las elecciones generales habían ganado los malos, los de izquierdas. Nunca supo por qué les llamaban de izquierdas si no eran zurdos… Le apenó que los de su padre, Gil Robles y Calvo Sotelo, no salieran. Todo su saber político, teórico y de adhesión quedaba ahí.
Su madre, que era la corresponsal, le contaba "c" por "b" todo lo de casa: recría, partos, la matanza… Y lo del pueblo: bodas, bautizos y entierros. De política, nunca nada. Sí recordaba que el día del Hábeas, en el colegio de Murguía, echó mucho en falta su último Corpus en Moral. En el colegio era mucha fiesta. La misa muy larga. Muchos cantos, mucho incienso y mucha hambre. Tenían que estar en ayunas para poder comulgar.
Aburrido y bostezando, recordaba ¡qué hermoso era el Corpus de Moral…! Las calles, alfombradas de verde. Locas, desmadradas las campanas, pisándose, replicándose entre sí, llenaban, aturdían el aire. Todo lo transformaban con el toque broncíneo de sus lenguas. Y soltaban las palomas de sus torres y de todos los palomares… Y por sobre la algazara grave y emocionante de las campanas, el guirigay parlanchín del esquilín. Parecía un tiple desacordado.
De las ventanas altas colgaban colchas lujosas, coloristas. Los niños de Primera Comunión regaban de pétalos el paso de la custodia. Y en algunas puertas, celadas con vistosas cortinas, en el suelo, sobre alfombras y cojines "infantitos", niños de teta. El señor cura salía del palio y les bendecía con la custodia. ¡Dios, cómo relucía al sol!
Altísimo Señor… Callaron las campanas. Y al revolver de una esquina, frente por frente de la procesión, veintitantos hombres en traje de faena y algunas mujeres mal peinadas… Cuellos largos y revuelo en la procesión. Nerviosos unos y serenos otros, los cofrades y acompañantes dejan las capas a cualquiera. Y, dispuestos a todo, hacen pared ante el Santísimo.
Voces, empujones, insultos y amenazas por ambas partes… Le comunican a don Nicolás que no puede hacer procesiones extra témplum. Acceden a dejar que vuelva la custodia dignamente a la iglesia. Pero ha de ser sin “gori gori”. Y se retiran triunfantes con el puño en alto y cantando:
Si los curas y frailes supieran
la paliza que les van a dar
subirían al coro cantando
libertad, libertad, libertad…
Se replegó la procesión y, sin cantos ni incienso, volvió desangelada y tensa a la iglesia… No plegaron el palio ni abajaron la cruz. En los rezos y cantos de la bendición se mezclaron fervor y corajina. Don Nicolás trató de enfriar los ánimos. Y habló del amor de los mártires a sus verdugos, que también eran hijos de Dios y hermanos nuestros equivocados.
Todos estos sucesos, entonces a Burguillos le conmovían puntualmente. Eran anécdotas pasajeras que no le calaban. Deseandico estaba él aquel día de que todo acabase. Y ahuecar el ala para comer pronto. Y, a escape, al majuelo. Que ni Tralla ni el Miñambres estaban en la procesión… Seguro que a la “oleta” de las guindas le levantaban algún nido… Como les guipara… Con los perros y la cacha… ¡Se iban a enterar!
[…]
Fue allá, en su paraíso. En el verano de 1935.

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