Nieves Blanco y los Siete Magníficos, 2

13-03-06.
Félix, la huida hacia adelante de doña Gertrudis
Desde entonces, nunca más se supo de los padres de Nieves por los alrededores de la Facultad. Sólo Blas, en su condición de “Bufón” oficial del grupo, se encargaba de recordar, de vez en cuando, la exhibición bebestril de la señora madrastra de Nieves:
‑Muchacha, tú serás abstemia, o casi, pero tu mamaíta bebe por una compañía de la legión.

‑Sólo le faltó zamparse el agua del florero que había en el mostrador ‑respondió Domingo, “Doc” para sus amigos.
‑Eso es lo que tú hubieras querido ‑dijo, entre bostezos, Diego‑.

Y que le hubiese dado un soponcio. Porque no me digas que la señora mamaíta adoptiva de Nieves no está para prestarle los primeros auxilios…

‑¿Qué culpa tengo yo de ser un experto en la materia? ‑y dirigiéndose al resto del grupo, continuó‑. Habréis comprobado, señores doctores, que don Diego “Dormilón”, se despabila en cuanto el fuego del amor enciende sus neuronas.
‑No, si aquí el rabo de un cazo lleno de agua hirviendo está helado en comparación con más de uno ‑cortó Nieves.
Y es que, aquella tarde, después del beso de Nieves a Félix, guaperas oficial de la tuna, doña Gertrudis sufrió un ataque de celos digno del drama más trágico de la literatura romántica.
Félix tendría un par de años menos que la señora madrastra de Nieves, medía uno noventa y, según la opinión generalizada de la parte femenina de la Universidad, el día en que Félix concluyese sus estudios, la Universidad perdería una de sus joyas más valiosas.
Estudiante de Educación Física y campeón de cien metros lisos en los últimos Juegos Universitarios, tenía muy claro que si quería mantener su mens sana in corpore sano, debería defender, hasta la última gota de sangre, la integridad de su cerebro, evitando, por todos los medios posibles, cualquier tipo de contaminación intelectual.
‑Ya caerá una empollona dispuesta a mantener a este cuerpo saleroso que, entre la naturaleza y yo, hemos construido ‑era su respuesta cuando le preguntaban por su bibliofobia.
Félix, según las malas lenguas, fue un alumno tan destacado en los estudios de Bachillerato que figura en los anales de la historia de su instituto. De acuerdo con el testimonio de los distintos jefes de estudios por los que pasó su expediente, nuestro atlético amigo consiguió llegar hasta el borde mismo del agotamiento del tiempo de escolarización, sin llegar a caer en el abismo de la suspensión del expediente. Dicho en plata: tardó en concluir sus estudios de Bachillerato el tiempo máximo legalmente permitido; ni un segundo menos.
Dispuesto a batir su propio récord, Félix se propuso dar rienda suelta a su experiencia acumulada durante nueve años de Enseñanza Media perfectamente aprovechados: todas las asignaturas repetidas, todos los cursos repetidos… y los viajes de fin de Bachillerato, también repetidos, que alguna ventaja había que sacar.
Eso sí, además del ejercicio físico, ejercicio que sólo justificaba en tanto en cuanto era el camino abierto hacia la conquista del género contrario, Félix había desarrollado una habilidad especial: la técnica del copieteo, gracias a la cual, consiguió aprobar cuatro asignaturas en los dos últimos cursos.
Entre su documentación sobre los principios básicos que rigen la copia perfecta, la imaginación de “Bufón” para desarrollar los aspectos esenciales que debería reunir el diseño del aparato, y la técnica de Guillermo, más conocido por “Gruñón”, consiguieron desarrollar el “calla‑copia”, un artilugio único cuyo precio de alquiler en el mercado negro universitario había situado a la banda en niveles de autosuficiencia económica, casi absoluta.
‑Una cosa es el compañerismo y otra el negocio –justificaba “Doc” que, gracias al arrendamiento de los “calla‑copia”, había conseguido hacerse con una guitarra de lujo, según su propia definición.
‑Grandes hombres estos que inventaron la chips y los transistores ‑añadió “Gruñón”, mientras adaptaba el último aparato a las necesidades de un arrendatario que se jugaba el ser o no ser en la convocatoria de gracia de la última asignatura.
Tras este inciso en el que ustedes ha tenido la ocasión de saber las causas del irresistible avance del expediente académico de nuestro amigo Félix, avance que había despertado en su madre la ilusión de que en un plazo razonable de quinquenios acabaría por lograr un título, no es malo recordar las sabias palabras de su abuelo materno:
‑Más flojo que la chaqueta de un guarda ‑así lo definió el mismísimo día de su nacimiento‑: tarda un poco más en nacer y sale con la mili hecha…
Y como más sabe el diablo por viejo que por diablo, mucho me temo que las ilusiones de su madre se quedarían en agua de borrajas.
El caso es que la tuna se convirtió en el principal y único motivo de su vida universitaria. Por otro lado, si a esto le sumamos la edad y la forma en que se conservaba, fácil es comprender que a doña Gertrudis, madrastra de Nieves, se le subiera la sangre a la cabeza al sentir tan próxima a su anatomía aquella auténtica antítesis de su provecto maridito del alma y de la cartera.
La sangre, y algo más. Pues no bien Félix hubo recibido el beso de Nieves, cuando ésta, en la tarde de marras, llegó a “Pluma y tintero”, la señora madrastra se levantó de su asiento, se dirigió hacia el grupo formado por Nieves Blanco y los Siete Magníficos, y saludó afectuosamente a la hija de su alma.
‑Hijita linda. Qué alegría verte. Tu padre y yo hemos venido a la capital y, mira qué casualidad, nos encontramos aquí… ¿Nos presentas a estos señores? Son profesores de la Universidad, ¿verdad? ‑lo de profesores, seguido de una descarada mirada a las canas que lucía Tomás, “Tímido” para los amigos, sentó a los miembros de la tuna como una coz en las mismísimas posaderas.
‑Pues la verdad, señora ‑respondió Félix con una sonrisa espléndida que a punto estuvo de convertir a doña Gertrudis en una manchita de aceite‑, sí que tenemos años de experiencia en los estudios universitarios.
Ah, que conste que al oír estas palabras, acompañadas de la sonrisa indicada, la madrastra de Nieves sólo tuvo ojos para aquella especie de Apolo andante que era Félix.
Acto seguido, Manuel, conocido por “Mudo” y maestro en el arte de la cabriola tuneril propia del “pandereta”, se permitió la libertad de escanciar del tonel más próximo una copa de un vino añejo, más subido de grados que de que color, que ya es decir.
Luego, ceremonioso y servicial, la ofreció a doña Gertrudis, quien, sin dejar de observar la gentil y atractiva figura de Félix, se la zampó de un trago.
‑Gracias, caballero ‑correspondió la madrastra de Nieves a la atención de “Mudo”.
Y, se perdió en las profundidades de los ojos de Félix, además de en las de…
Después del ataque de delirium tremens que afectó a doña Gertrudis aquella misma tarde, nadie ha conseguido que salga una sola palabra de su boca.

(Continúa).

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