La ciudad sagrada y misteriosa

Tres días, con posibilidad de llevarse los bienes muebles que se pudieran transportar sobre los hombros, fue el plazo dado, bajo pena de muerte, en el decreto que el rey Felipe III firmó en 1609.
Trescientos mil moriscos, la mayoría expertos agricultores, dejaron yermas grandes extensiones de Valencia, Aragón, Castilla y otras regiones, arruinando así el sistema de regadío por canales, acequias y compuertas inventado por ellos.
Pasados los tres días de plazo, cualquier cristiano podía prender, desvalijar e incluso matar a cualquier morisco que encontrara, sin sufrir pena alguna. Quedaban exentos del decreto los esclavos; los niños menores de cuatro años; los menores de seis años, si eran hijos de cristianas viejas; y el 6% de agricultores varones, de probada fe católica, para que enseñaran la agricultura y otras artes a los cristianos que ocupasen sus tierras. Los expulsados, abandonados a su suerte en el norte de África, habitaron ciudades como Tetuán o Xauen, contribuyendo a su desarrollo agrícola.

Cuatrocientos años después, Abdelkader, un curtido campesino de unos cincuenta años, en cuyo rostro y manos se puede leer la dureza del sol abrasador que castiga impunemente al hortelano desde el amanecer hasta el ocaso, es descendiente de aquellos moriscos de Al-Andalus. Su chilaba marrón, hasta media pierna, deja ver los músculos tensos de quien pasa todo el día flexionando su cuerpo hacia el terruño que le da de comer. No puede conciliar el sueño los domingos por la noche. Todos los lunes tiene que ir al zoco a vender los productos que cultiva en las afueras de Xauen. Se siente orgulloso de las frutas y verduras que consigue, regando su huerta con las limpias aguas de un bullicioso manantial al pie del monte Magot.
—Quiero que mis hortalizas sean buenas —se repite cada vez que riega con el agua de una alberca cercana—. Vale más un puñado de abejas que un saco de moscas —recuerda de un proverbio árabe, cuando selecciona lo que va a llevar al zoco.
Vivir en Xauen es un privilegio y él lo sabe. Ciudad sagrada y misteriosa del Rif, paraíso de manantiales que ofrecen cada día el agua transparente en las numerosas fuentes que adornan sus calles y plazas. Construida en el siglo XV, llegaron a ella los musulmanes y judíos expulsados de la Península Ibérica tras la Reconquista cristiana. El trato recibido por los españoles hizo que sus habitantes prohibiesen la entrada de cristianos hasta el siglo XX.
Los días de zoco alteran a Abdelkader. No le gusta el bullicio de la gente, el regateo, tener que vender, cuando deben ser los demás los que se esfuercen por comprar sus exquisitas frutas y verduras. Le gusta, en cambio, el silencio de su campo, el sonido del agua de los arroyos y el canto de los pájaros. Sabe que su vida y la de su familia dependen de lo que venda y eso le produce cierta zozobra. Le cuesta conversar con la gente que transita por el zoco mirándolo todo, regateando y cambiando de opinión cuando ya parecía aceptado el precio. Odia esos inútiles protocolos. Su trabajo tiene un valor y le duele que no lo consideren.
Al regresar a casa, su mujer, Yasmina, y sus cinco hijos esperan para ayudarle a descargar las frutas y hortalizas sobrantes. 
Abdelkader, buen creyente y fiel cumplidor de los preceptos del Islam, asiste los viernes a la oración del medio día en la Mezquita del Rif Al- Andalus, fundada por los moriscos expulsados de España. Ese día, camina relajado por las tortuosas calles de Xauen, deteniéndose a beber el agua cristalina que alguna fuente le ofrece a su paso. Gusta recorrer la zona alta, desde donde se divisa un panorama de ensueño. El encalado añil de las paredes de las casas, además de espantar a los mosquitos, crea un bello y enigmático contraste con el rojo cobrizo y aterciopelado de los tejados que, para protegerse de las suaves nieves invernales, son de dos vertientes. El azul es símbolo del amor; el blanco, de la paz.
Las cataratas Charafat son un seguro proveedor de agua para Xauen, ciudad de montaña, dominada por el Kala y el Magot, en cuya falda se desliza suavemente. Su contemplación, con la sinfonía de fondo de sus fuentes y cascadas de aguas transparentes, es una invitación al silencio y al recogimiento. Esa es una de las razones de tener el único Parador de Turismo que el gobierno español construyó en Marruecos.
Naranjos, limoneros, granados, geranios y buganvillas adornan los senderos que surcan el campo. El embrujo natural del entorno armoniza con el exotismo de sus calles, inspiración romántica de pintores. El destello de las orfebrerías y el colorido sobrio y elegante de la vestimenta de hombres y mujeres invitan a perderse por la Suika, medina de tortuosas callejuelas en las que las sombras de las arcadas juguetean con los rayos solares, iluminando las celosías de las ventanas pintadas de azul. Todo es calma y sosiego, mientras algunos rezan sentados en su puerta el rosario coránico, o contemplan el paso irreversible del tiempo.
En mi matinal paseo de otoño de 2004, entre el silencio de sus azuladas calles, oí un familiar y entrañable sonido. De una ventana salía el unísono de un coro de voces blancas, interrumpidas con frecuencia por unos golpes secos de algún objeto contundente.
Entré en la casa, subí la escalera y descubrí, en un espcio de veinte metros cuadrados, una treintena de niños de cinco años, que repetían con disciplina lo que su maestra, vestida al tradicional estilo árabe, les enseñaba, imponiendo su autoridad a fuerza de golpear con una vara sobre la mesa. No había más mobiliario que una minúscula pizarra en la pared y tres mesitas.
La experiencia me impactó. Aquellos niños se educaban sin el más mínimo recurso didáctico. La sobriedad del método, la rigurosa disciplina del miedo y la ciega obediencia, me trasladaron a mi niñez.
Con estos pensamientos llegué al barrio Rif Al-Andalus, donde la escuela de alfombras mantiene viva, en estado puro, una tradición antiquísima. No así los talleres de plata que los hebreos tenían en la calle Sillaren, hoy desaparecidos casi en su totalidad.
Contemplé el minarete ochavado, las murallas rojizas y los torreones, desde donde se pueden ver molinos de harina y de aceite, hombres y mujeres que vuelven del campo; ellos, con chilaba parda a media pierna; ellas con caftán y manto blanco sobre piernas recubiertas con retazos de cuero que las protegen de escarpados y espinosos caminos. Cuando se cruzan con un hombre que las mira, inclinan la cabeza o se tapan el rostro con uno de los bordes del manto.
Próxima a una de las entradas de la ciudad, se puede leer en una gran lápida: Xauen. Población de abolengo andaluz, fundada por Muley Alí Ben Rachid en el año 1471. Fue tomada por las fuerzas del Protectorado el día 14 de octubre de 1920. El espíritu religioso de sus habitantes hace que sea llamada por algunos la ciudad santa y misteriosa. Se os ruega que al visitarla procuréis extremar vuestros respetos para las costumbres y creencias de este pueblo.
Abdelkader es consciente de lo afortunado que es por vivir en tan privilegiado lugar. Y por poseer una huerta que le permite alimentar a su familia, igual que sus antepasados hicieron en las Alpujarras granadinas y en la Serranía de Ronda, antes de la expulsión de los moriscos.
La relación de Xauen con Andalucía se remonta al año 1489. Conquistada Ronda por los Reyes Católicos, parte de los musulmanes que la habitaban huyó al norte de África, asentándose en este hermoso enclave. Éste y otros motivos, como la existencia de bosques de pinsapos, especie vegetal arcaica que únicamente permanece en estado natural en la Serranía de Ronda y en la Sierra de Xauen, han hecho que los ayuntamientos de estas dos ciudades firmaran un protocolo de hermanamiento en el año 1993, previa autorización del Ministerio de Asuntos Exteriores y el de Interior del Reino de Marruecos. La masa arbórea de pinsapos, que debió existir antes de que se abriera el Estrecho de Gibraltar hace trece millones de años, abarcaba desde el Rif hasta la Serranía de Ronda.
Entre los motivos que expone el protocolo de hermanamiento, se citan numerosos vestigios del esplendor musulmán rondeño de los siglos XIII y XIV. Asimismo, nombres de pueblos, montañas, ríos y valles que hacen no olvidar la larga permanencia de ellos en estas tierras: Cartajima, Benarrabá, Algatocín, Genaalguacil, Igualeja, Parauta, Alpandeire, Guadalevín, Guadalete, Hacho… Comarca que sigue impregnada y enriquecida de restos arqueológicos, festivos, musicales, gastronómicos y artesanos de aquella floreciente civilización musulmana.
El protocolo, con una serie de objetivos de intercambio cultural, fue, de algún modo, precursor del programa Interreg III-A que el Ateneo de Málaga desarrolla.
11-02-04.

 

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Publicado en: 2004-11-02 (91 Lecturas).

 

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