Jesús Mendoza Negrillo, S.I.

En el curso 60-61 yo tenía 11 años y hacía sólo tres días que había ingresado en el Colegio. En uno de aquellos deportivos recreos, tuve la infeliz idea de agarrar un árbol recién plantado junto al campo de fútbol de la tercera división, cerca del edificio del comedor. Lo zarandeé irresponsablemente de un lado a otro hasta que oí una voz venida del cielo que decía:
—Deja en paz ese arbolito.
Sobrecogido, miré hacia la ventana de donde procedía la orden y me encontré con la oscura y larga sotana de un cura que, al ver mi sonrojo, no vaciló en bajar a justificar su sonora intervención.

—No tiene importancia, hombre —me dijo—. Es que los árboles son como los niños… Deben crecer en paz.
Asentí avergonzado y se marchó.
—No te preocupes —me insinuó un compañero que presenció la escena—. Ése es de los buenos. Es el padre Mendoza, nuestro padre espiritual.
El año pasado, en el encuentro de septiembre, al saludarnos volvió a repetirme, 43 años después, lo del arbolito. El abrazo que nos dimos fue la expresión del mutuo afecto que ambos nos teníamos desde aquel día. 
Jesús Mendoza decidió dedicar su vida a la educación. Y lo hizo con entrega y entusiasmo porque el mundo mágico y profundo en el que cree, sólo tenía sentido formando a quienes sembrarían las semillas invisibles de una sociedad menos materialista y más humana.
Jóvenes, enfermos, gitanos… cualquiera que necesitara una sonrisa y una mirada tierna encontraba en el padre Mendoza al mejor de los amigos.
Sus misas transmitían algo más que rutinaria liturgia, sus meditaciones nos hacían levitar en el éxtasis místico, y su confesionario fue mucho más que “ego te absolvo a pecatis tuis”.
Los maestros sabemos bien lo que significa para un niño o un adolescente su seguridad afectiva. El padre Mendoza era para muchos de nosotros ese referente de afecto familiar en aquellos fríos  inviernos.
Un día, viajando con él en dirección a mi pueblo, detuvo su vehículo (creo que un dos caballos) y me invitó a rezar ante la inmensidad de Mágina.
—Mira —decía—. Dios está en este paisaje. No es necesario buscarlo exclusivamente en la iglesia.
Rezaba siempre, ayudaba a crear buenos ambientes, sonreía con facilidad, amaba al prójimo que éramos nosotros, jóvenes inquietos con sueños de utopía…
Dionisio lo llama en sus Historias de la Safa hombre de Dios. No hay mejor calificativo para quien enseñaba en su nombre a encontrar el sentido y la trascendencia  de la vida.
Dice Rubén Alves en su hermoso libro La alegría de enseñar: “Enseñar es un ejercicio de inmortalidad. De alguna forma seguimos viviendo en aquellos cuyos ojos aprendieron a ver el mundo a través de la magia de nuestra palabra. Así, el profesor no muere nunca…”.
Ese es el modelo de maestro que Jesús Mendoza transmitió. Su honestidad y  dedicación trascendieron al tiempo y a la evolución que cada uno de nosotros hemos tenido.
Hoy, es un  honor para mí, en nombre de la Asociación de Antiguos Alumnos de Magisterio de la Safa, expresarle el reconocimiento y gratitud por su entrega a la noble misión de habernos ayudado a crecer en el valor de la espiritualidad y en el compromiso de trabajar por un mundo más cercano a la esencia del cristianismo, es decir, más justo y solidario.
Esta placa es el símbolo de nuestro cariño y admiración. Gracias Jesús Mendoza, hombre de Dios.
 
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Publicado en: 2004-09-28 (82 Lecturas).
 

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