Gran Atlas

Rufino es un excelente mecánico malagueño a la antigua usanza. Dice que le ponen nervioso esos coches sofisticados de nueva tecnología. Para él, especialista en tubos de escape, cuanto más avances tecnológicos de confort, peor es la mecánica fundamental del automóvil.
Tuve que arreglar mi coche y elegí su taller. Ese día el diario Sur había publicado un artículo, escrito por mí, en el que dos ciudades del norte de Marruecos, Tetuán y Nador, eran protagonistas. Lo tenía sobre una mesa y, después de un breve diálogo sobre los motivos de mi colaboración periodística, comentó:

‑Marruecos tiene “tela”.
‑¿Lo conoce?
‑Sí, con otros amigos voy a uno de esos pueblos del interior donde la gente vive en extrema pobreza. Intentamos ayudar un poco.
‑Su historia me interesa ‑le dije‑. ¿Le parece que vuelva otro día para que me cuente su experiencia?
‑Desde luego; pero le recomiendo una persona que tiene mucha más información que yo. Se llama Enrique Tena.
‑Lo conozco. Hace muchos años que trabajamos en el mismo colegio. ¿Tiene su teléfono?

A los pocos días, Enrique me recibió, alegrándose de volver a encontrarnos. En las dos horas que duró la entrevista, tuve la oportunidad de conocer una nueva faceta de su vida: el proyecto “Gran Atlas”.

 

Grupo del proyecto Gran Atlas en Sidi Daui, pueblo de Abdul.
Cuando inició su viaje turístico al Gran Atlas, Enrique Tena no podía imaginar hasta qué punto le marcaría su vida el encuentro con Abdul, uno de los empleados de la residencia donde se hospedaban.
En el verano del año 2000, un albergue de montaña sin luz fue el punto de partida de un grupo de amigos entre los que se encontraba Enrique. Querían huir del estrés de nuestro agitado mundo occidental, descubriendo paisajes exóticos entre desiertos vírgenes y nieves perpetuas.
Todas las noches, la dirección del albergue organizaba una fiesta en la que, al son de tambores y flautines, los residentes se entretenían a la luz de velas y candiles hasta que, pasada la media noche, el silencio lo invadía todo, apoderándose hasta del último rincón.
Una noche, finalizada la fiesta, Enrique se acercó a un joven marroquí que permanecía solo en un rincón de la sala. Abdul ‑así se llamaba‑, le describió la situación personal en la que se encontraba. Su padre, emigrante en Francia, acababa de morir y él, con veinticuatro años, quedaba como único responsable de siete hermanos, la madre y una tía, a quienes debía alimentar con los escasos ingresos de las propinas que algunos turistas le regalaban. No tenía sueldo; sólo cama y comida, facilitadas por el albergue, a cambio de su trabajo.
Enrique volvió a Málaga con el firme propósito de ayudarle a él y a su amigo Said, que se encontraba en situación similar. Se informó de los trámites legales, buscó contratos de trabajo y les orientó sobre cuantos documentos debían preparar en Marruecos para que la solicitud de visado, a través de la subdelegación de gobierno en Málaga y el consulado español en Casablanca, no encontrase demasiados obstáculos.
El último trámite, la analítica de sangre de Abdul, dio hepatitis C; lo que le impedía salir de Marruecos. Tampoco tenía posibilidades de curarse; así que sólo cabía la opción de buscar otros caminos clandestinos para conseguir traerlo a Málaga.
Desde aquella noche de fiesta en el Gran Atlas, Enrique lo tenía clavado en su alma. Estaba dispuesto a pagar el tratamiento, legalizarlo y buscarle una vida digna. Esta lucha le daba sentido a su vida.
No tuvieron éxito las gestiones en Casablanca y Tetuán. Ni por vía legal, ni por los recónditos caminos de la noche tetuaní, en un intento más por conseguirle el visado, pagando a algún corrupto intermediario.
Cuatro años después del encuentro en la residencia, Abdul continúa en Marruecos. Su amigo Said tuvo más suerte y, con los “papeles” en regla, consiguió venir a Málaga hace dos años y trabajar en diferentes servicios domésticos, hasta encontrar un puesto de instalador de carpas en hostelería.
La casa de Enrique, domicilio de Said, se ha convertido en un centro de acogida de quienes llaman a la puerta en busca de ayuda. Reúne todas las condiciones de una acogedora vivienda marroquí: suelo alfombrado, cobres y cerámicas en mesas y paredes, aroma de sándalo…
Mi interés aumentaba a medida que se desarrollaba la entrevista. Nos conocíamos desde hace más de veinte años en el colegio Jorge Guillén de Málaga. Eran los inicios de la integración del alumnado con necesidades educativas específicas. Él era el psicólogo del centro; yo, jefe de estudios. Afortunadamente, coincidíamos en inquietudes pedagógicas. Descubrí, entonces, que Enrique era un idealista en estado puro. Su implicación en organizaciones de ayuda al tercer mundo me producía sensaciones de culpabilidad, por no ser capaz de dedicarme, como él, a tan noble misión. Veinte años después, los dos tenemos las alforjas bien llenas de experiencias humanas. Las suyas más arriesgadas y, seguramente, más fructíferas que las mías.
Abdul no vino. Quedaba la posibilidad de ayudarle en su pueblo, y esa fue la principal misión del nuevo viaje que Enrique organizó con dieciocho personas a Sidi Daoui, en las estribaciones del Atlas del desierto del Sahara.
Rufino, el mecánico que me dio los primeros datos de este relato y uno de los participantes, al ver las condiciones de vida de la familia de Abdul, propuso iniciar una ayuda más sistemática.
‑Su casa actual es lo más parecido a una mala cuadra ‑me describía Enrique‑. El techo es de cañizo, unido con tortas de tierra. Hay un espacio de cemento en la planta superior, alfombrado al estilo tradicional, único lugar habitable. El presente y futuro en esta zona sólo permite vivir en la más absoluta miseria.
‑¿Qué tipo de ayuda habéis organizado?
‑El proyecto Gran Atlas surge de las necesidades expresadas por la familia de Abdul. Consiste en construirles una vivienda digna para ellos y los pocos animales que poseen; añadir una pequeña tienda-bar junto a la carretera, que les permita autoabastecer sus necesidades; enviar periódicamente dinero para que puedan vivir, hasta que el proyecto se ejecute; por último, aprovechar contactos, en Marruecos, para enviarles ropas, calzado, ciertos alimentos, productos de higiene y aseo, medicinas y material escolar, que puedan ser compartidos por otros miembros del pueblo en parecidas circunstancias.

El coste aproximado de la casa, más la tienda, será de unos 21.000 euros (tres millones y medio de pesetas), incluyendo transporte de materiales a la montaña desde Quarzazate o Boumalne du Dadés, mano de obra, mobiliario y enseres básicos.

 

Valle del Dades.
La construcción empezó en el año 2002, con muchas dificultades añadidas a la distancia e incomunicación. Las cuotas de amigos y simpatizantes sufragaron las mensualidades de la deuda contraída con un préstamo bancario, que pudo impulsar los inicios de la obra en una primera fase. Ahora, dos años después, todo está parado en espera de recaudar nuevas aportaciones.
En el año 2003, viendo la imposibilidad de tener lista la parte imprescindible de habitabilidad, se reparó lo más urgente de los techos casi hundidos de la vieja casa en que vivían las diez personas de la familia de Abdul. Igualmente, con otros vecinos, se excavó un pozo, pues la sequía duraba ya cinco años. Éste no sólo sirvió para proporcionar agua potable, sino como elemento necesario para la obra, ya que transportar agua desde el pequeño caudal del río Dades implicaba un problema irresoluble, no sólo por la distancia, sino porque había un control estricto de su uso. Cada familia estaba autorizada a extraer exclusivamente el agua que le correspondía para regar, a veces de noche, el pequeño terreno de cultivo de trigo, algún árbol frutal y hortalizas, único recurso de subsistencia en una zona desértica.
Terminada la estructura y cubierta de la planta baja de la casa, y alzada parte de los tabiques, es imposible continuar, ya que parte del dinero destinado al proyecto se ha utilizado para pagar deudas, que la familia de Abdul había contraído en una tienda de comestibles.
Enrique me relataba con detalle todos estos pormenores, incluidas las dificultades que, cada dos o tres meses, padece en sus viajes a Marruecos. La mayoría de las veces, utilizando el transporte público; y las menos, su viejo coche cargado de todo lo que en él cabe para entregarlo directamente, y así asegurarse que llega a los verdaderos destinatarios. También lo envía desde Rabat, aprovechando algún pequeño camión que vuelve de regreso a la zona donde se ubica Sidi Daouid.
En un momento de nuestra charla, nos interrumpió un delgadísimo joven marroquí que se acercó a saludarme.
‑Mustafa no sabe nada de español. Llegó hace una semana envuelto en una manta sobre el suelo de una furgoneta. No tiene papeles, es ilegal ‑informó Enrique al presentármelo.
‑¿Qué hace aquí?
‑Por ahora le enseño nuestro idioma. También asiste a las clases de “Málaga Acoge”. Más adelante encontrará algún trabajo doméstico.
La entrevista podía haber continuado varias horas más, pero quise ser prudente y la di por finalizada. Tenía los datos suficientes para dar a conocer una situación más de solidaridad entre nuestros pueblos. Quedé impresionado por su relato, de su compromiso, de su pasión por la vida de los demás. Acoge a cuantos inmigrantes le piden orientarse en esta jungla de supervivencia. Cortés, hospitalario, bondadoso… Ahmed, así llaman en Marruecos a Enrique, es un modelo de “quijote” de hoy.
Nos despedimos con el interés, por mi parte, de seguir el desarrollo del proyecto Gran Atlas.
Mustafa me tendió la mano diciendo: “Salam Alaikum” (la paz sea contigo).
Alaikum Salam ‑contesté.
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Publicado en: 2005-03-22 (50 Lecturas).
 

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