Culpable inocencia

25-09-06.
Que Ricardín no era precisamente un angelito del cielo lo sabía hasta el tonto del pueblo. Bueno, ese, si he de decir la verdad, lo sabía mejor que nadie. El Jefe de la Policía Local, que también estaba al corriente de su buena conducta, creía, con absoluta certeza, que la vocación del muchacho era la de domador de piedras.
—El niño está empeñado en enseñar a volar a todas las piedras del pueblo —le dijo un día a su madre.

Como, además, Ricardín no se callaba ni debajo de agua, resulta que sus ideas creativas gozaban de plena popularidad en el instituto. Por ejemplo, cuando dijo que las castañas del parque eran un peligro público, y que su eliminación contribuiría a un mejor estado de limpieza del lugar, la propuesta fue admitida a trámite inmediatamente y, después de un animado debate en plena clase de Matemáticas, se aprobó por mayoría absoluta.
Y lo peor para la policía local es que el acuerdo se ejecutó aquella misma tarde al salir de clase: piedras al cielo y algún que otro niño subido a las ramas más altas de los castaños, constituyeron un espectáculo gratuito para el público presente en el parque, con el consiguiente peligro para la integridad física de artistas y espectadores.
Y conste que Ricardín, como cualquier líder que se precie, también tenía sus detractores, opositores e, incluso, quienes le mostraban su más absoluta indiferencia. Entre estos últimos se encontraba Pablito, el niño más discreto, estudioso, obediente y trabajador de la clase, que casi nunca solía apoyar las iniciativas de Ricardín.
Algunas veces, ante la actitud inquisitorial de algunos padres que coartaban la libertad de expresión de sus compañeros, las propuestas de Ricardín llegaron a ser rechazadas, que la vida pública de nuestro protagonista resultaba tan fácil. Pablito, sin ir más lejos, se limitaba a votar «no» con un despectivo movimiento de cabeza sin molestarse en desviar la mirada del encerado. Mientras, ajeno al debate vital que ocupaba a los chavales, Ramón, el profesor de Matemáticas, se desgañitaba como un poseso, intentando transmitir a los alumnos los maravillosos descubrimientos de un tal Pitágoras, que en gloria esté.
Ricardín, siguiendo el proceso educativo natural marcado por su edad, había conseguido llegar al cuarto curso de Enseñanza Secundaria manteniendo sus células grises en un estado semivirginal. Y como en algo hay que gastar las energías que Dios y la madre naturaleza le dan a la chiquillería andante, Ricardín y sus cuates las invertían en pelear, como nuevos quijotes, contra todo aquello que, a su parecer, constituyese un peligro para la humanidad: las castañas del parque, las papeleras del patio de recreo, los extintores de los pasillos del instituto, el coche de algún que otro enemigo público disfrazado de profesor, los perros callejeros, un gato que, jactanciosamente, les dirigía un desafiante maullido desde las alturas de un tejado…
Tanta pasión ponía en sus tareas que, alcanzado el máximo nivel de popularidad, Ricardín fue elegido delegado de clase a las dos semanas de comenzar el curso. De ahí a formar parte de la dirección de la Asamblea de Alumnos, apenas hubo un paso. Y como el instituto, un local precioso y recién estrenado, iba a ser inaugurado oficialmente en fechas próximas, Ricardín, gracias a su arrolladora personalidad, fue nombrado miembro de la comisión encargada de organizar los actos oficiales correspondientes.
De esta manera, el día del evento, a primeros de diciembre, Ricardín se vio ante el Señor Ministro de Educación. Y como, además, el muchacho tenía una sonrisa tan inocente y cautivadora, comprenderán ustedes que la máxima autoridad educativa de la nación se fijase en él y lo saludase afectuosamente.
Una vez concluida la inauguración, el Señor Ministro, demostrando su celo por la mejora del sistema educativo, quiso conversar con los auténticos protagonistas del mismo: los alumnos. Que así de claro lo dejó ante la prensa allí presente. Ansioso por conocer de primera mano los problemas que afectaban a la educación ¿quien mejor que aquellas inocentes criaturas para ayudarle a descubrir la verdad? Decidido a ello, el Ministro abrió el fuego con estas palabras:
—Cuando uno se entera de que nuestros jóvenes alumnos de Enseñanza Secundaria fracasan en más alto grado que en el resto de Europa, lo primero que le viene a la cabeza es que tenemos unos jovenzuelos díscolos, rebeldes y vagos como pocos…
—Señor Ministro, según algunos enemigos de estas inocentes criaturas, acaba de dar en la diana —afirmó el Secretario de Política Educativa de la Agrupación Local del PTT de Villabermeja—. Pero esa es la solución más fácil, cargar las culpas sobre la parte más débil.
—¿Qué decís vosotros? —preguntó el Ministro.
—Es que los libros son muy gordos… —susurró a media voz Ricardín.
—¿Qué quieres decir con eso, que pesan mucho?
—No… si no es por el peso… es que tener que estudiar tanto…
—Son cosas importantes para vuestro futuro —insinuó el Ministro.
—¿Saber los elementos que componen el agua sirve para algo? —se envalentonó Ricardín— Y si hablamos de las clases de sustantivos, de que si se escribe “m” antes de “p”, del Teorema ese de Pintagorras… Usted dirá qué falta nos hacen esas cosas…
El Ministro guardó silencio ante la argumentación del chaval. Y como había llegado la hora de partir camino de la capital, se despidió de ellos prometiéndoles tomar en consideración aquellas sugerencias.
Pasó un año enterito, con sus vacaciones, sus novillos, sus chuletas, sus copieteos varios… Y el señor Ministro, que pasaba de nuevo por Villabermeja, recordó la entrevista sostenida con Ricardín y sus compañeros. Siendo sinceros, tenemos que admitir que, a pesar de lo que muchos pensaron en aquel momento, la referida reunión entre alumnos y ministro había dado sus frutos.
—Paren un segundo —ordenó al cortejo oficial.
La sorpresa del Director del Instituto fue de órdago a la grande cuando un ordenanza entró en su despacho y anunció:
—El Ministro de Educación está aquí…
—Y un zurullo como el sombrero de un picador… —menos mal que su tono de voz fue casi un susurro para sus adentros.
—Un minuto, Director. Sólo le interrumpiré un minuto para saludar a los jóvenes que se reunieron conmigo hace un año. Como habrá visto, sus sugerencias fueron consideradas por mi equipo y, consiguientemente, los contenidos mínimos de muchas materias han sufrido una rebaja sustancial y definitiva. Gracias a ellos en breve plazo se habrá conseguido una reducción significativa del fracaso escolar…
Y el Ministro saludó a los pequeños, les preguntó por los resultados académicos obtenidos con la esperanza de oír lo que todos debían saber ya a esas alturas… Y lo oyó…
—Pues verá usted —explicó Ricardín—. Volví a suspender casi todas las materias…
—¿Y qué piensas que podemos hacer para lograr mejorar esos resultados académicos?
Ricardín, recordando las dos semanas que llevaba castigado sin paga semanal y sin ordenador, no pudo evitar gritar a los cuatro vientos lo que estaba pensando:
—¿Por qué no se tira usted a un pozo?
En aquel preciso instante, el Señor Ministro hubiese deseado complacer los deseos de Ricardín; no obstante, unas palabras de su maestro, venidas a la memoria desde los tiempos escolares, frenaron sus intenciones:
“De flojos y pendejos
nunca sigas el consejo”.
 

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