Decía don Jesús en una de sus cartas que «El afecto es la única cosecha que espera recoger ese pobre sembrador de palabras, que es el escritor». Y añadía. «Es algo así como el hortelano que dedica una buena parte de su terreno a cultivar rosas y claveles, que no comercializa».
Leo en un periódico que en la actualidad ya nadie escribe cartas. Que el teléfono móvil, y los mensajes SMS están a punto de enterrar para siempre la correspondencia epistolar. En el correo electrónico encuentro el saludo de Enrique Hinojosa y de Paco Fernández. Gracias a los dos. Es agradable leer el nombre de compañeros que nos recuerdan después de tanto tiempo y nos devuelven a los años de la niñez y de la adolescencia. Nombres que son importantes porque forman parte del resumen entrañable de nuestra vida. Y, aunque en la página de la Asociación, Berzosa recomienda que, de momento, no le mandemos más mensajes, a mí hoy el cuerpo me pide decir algo.
Guardo montones de cartas y mensajes de compañeros, de profesores y de amigos. Cartas que, en su mayoría, me manifiestan un afecto que no creo merecer, pero que agradezco sinceramente. No obstante, también recibo alguna vez frases desatentas, hirientes y humillantes que tampoco comprendo ni, en mi opinión, merezco.
Entre ellas hay una que me cuesta trabajo olvidar, porque no soy capaz de adivinar, con exactitud, su significado. Hace poco, un compañero me llamaba: «¡Colgao!». Supongo que con intención de menospreciar esa inclinación mía por recordar los años de nuestra infancia en las Escuelas. No me siento ofendido. Efectivamente, ese gusto por traer a mi memoria aquellos años se convierte, cada vez más, en una necesidad y en una afición.Y hoy, que es sábado, está lloviendo y no podré jugar al tenis; solo en mi despacho, voy leyendo despacio algunas cartas que me devuelven nombres al corazón y a la memoria.
«Valladolid, 27-XII-2001.
El pasado día 20 hablé con Manuel Jurado. Le dieron el premio Fray Luis de León de la Comunidad por su libro Los territorios del aire. […] También me he puesto en contacto con Martínez López. Por su espontaneidad me parecía que nos reencontrábamos tras vacaciones de verano. […] Para los buenos amigos [se refiere a Jesús Ferrer] no necesito fechas especiales para desearles bienes. […] Me llamó Ruiz Vargas. […] Me ha escrito Antonio Lara: dice que envidia nuestro entusiasmo. […] Un compañero del curso de Ballesta y Cabrerizo, trastornado, se ha quitado la vida. ¡Con lo apasionante que es vivir! […] Un abrazo de hierro: Jesús Burgos».
Y así, un montón de cartas suyas, unas escritas a máquina y otras a mano, con letra temblorosa, que guardo como un tesoro. Seguramente, si alguien le hubiera dicho que era un “colgao” de la educación o del afecto hacia sus alumnos, él lo hubiera tomado como un elogio y un altísimo halago. Dedicó su vida a educar y a dispensar afecto y cordialidad; luego, cuando fue mayor, continuó dando afecto, escribiendo y recordando; y así quiso morir, escribiendo, recordando y amando.
Por eso no me ofende que alguien, que seguramente pasa un mal momento, me otorgue un título tan especial. Supongo que todos leemos y disculpamos algunas cartas, porque los años de convivencia en común nos obligan a ello; pero hay gracias que no hacen gracia, palabras inoportunas y bromas más propias de un pelmazo que de un amigo o un compañero.
Hay quien se “cuelga” de las declaraciones polémicas de Ronaldo o de Eto’o. Hay quien vive con pasión las lealtades y traiciones de los funcionarios del ayuntamiento marbellí. En Barcelona, hay quien no duerme pensando en que «la colonia de cotorras se dispara en nuestros parques y jardines». Eso está bien. Todas estas importantísimas noticias postergan otros problemas de menor interés social, como son: la vivienda para los jóvenes, la mejora de las comunicaciones, la seguridad, el trabajo, la educación, el transporte y otras minucias sin importancia.
Por eso valoro el patrimonio educativo recibido en las Escuelas con enorme orgullo y como mi mejor capital. Quiero vivir “colgao” de aquel modo de vida lleno de honradez, de amistad, de esfuerzo y de trabajo. Quiero mantener vivo aquel recuerdo y aquel afecto; sin ellos me sentiría vacío, sin convicciones, ni creencias, ni valores; y mi vida valdría muy poco. Quiero seguir recordando a aquellos caballeros de la educación y de la generosidad, que fueron nuestros educadores. Y aunque me gustaría imitarlos, viviendo y escribiendo con la rectitud y corrección con que ellos lo hacían, sé que no lo conseguiré, porque no tengo su clase ni su categoría. Que tanto en las cuartillas como en la vida sólo me salen “churros” y “barullos” de acciones y palabras que no expresan con fidelidad las cosas que quisiera hacer y escribir. Pero hay muchos que me comprenden y disculpan porque, quizás a ellos, también les pasa lo que a mí.
Por eso vuelvo a la cita y al recuerdo del maestro que en otra de sus cartas decía:
«Con estos versos robados os daba cada año la bienvenida a la Segunda División, el día cuatro de octubre.
Corazón la vida espera.
Las manos a la mancera
Y los labios al cantar;
Que es tiempo de comenzar
Corazón, la sementera.
Las manos a la mancera
Y los labios al cantar;
Que es tiempo de comenzar
Corazón, la sementera.
Porque, entonces como ahora, la vida era dinamismo, expansión, crecimiento, armonía, madurez y entrega».
Así pensaba.
Termino esta carta recordando las que escribía a mi familia los primeros años de internado:
«Y como no quiero hacerme más extenso, me despido por hoy atentamente, no sin antes recordaros que no dejéis de escribirme a vuelta de correo, que vuestras noticias para mí son siempre motivo de alegría y de satisfacción. Con ésta os mando muchos recuerdos para vosotros especialmente y para todo el que por mí pregunte. Y a ese amigo que me llama “colgao”, le envío un abrazo muy fuerte, de éste que lo es y lo será siempre».
Barcelona, 17 de febrero de 2007.