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Palomas, 3

29-03-2010.
Vuelan alrededor de mí, bajando hasta la enorme fuente, de trazado elegantemente clásico, que preside ahora la gran plaza. Las muy cochinas podrían devolver bien por bien: el favor que la fuente les hace, proporcionándoles la fresca agua donde realizar sus abluciones y saciar su sed, en especial durante las jornadas del tórrido verano; pero no son agradecidas y se limitan a ensuciar el agua del pilar hasta dejarla con una capa lechosa y grasienta de pésimo aspecto.

Unos iniciales visitantes, pareja joven que anuncia su recién contraído matrimonio, se acercan a la mancillada fuente para fotografiarse. Me retiro por dos razones de peso: la primera, por no estorbar las tomas; y la segunda, para evitar que me pidan que colabore, con mi poco arte en el tema, a perpetuarlos como pareja.
La pareja encerrada creía saber ya todo lo referente al vuelo y sus posibilidades. Hasta había diseñado ya los artilugios que les llevarían a lo más alto. Creyeron entender el lenguaje de las palomas, haberlo aprendido. En secreto, habían obrado y, en secreto, se lanzarían a la aventura. Libertad deseada. El Sol sabía del disparate, pero el Sol se mantenía al margen. Dejaba a los hombres en sus locuras. Los hombres ya dudaban de su poder y no estaba, en su aristocrática postura, dispuesto a sacarlos de su error. Ellos se decidieron por fin: lo harían. Desde el laberinto, se les vio alzarse, primero con acusados problemas; mas luego, dominado el vuelo, en planeo majestuoso y elegante. Subían. Subían habiendo creído el lenguaje falaz de las palomas. Podrían volar cuanto y como quisieran. Los habían engañado. Allá arriba siempre estaría el Sol, y el Sol no permitía que allá llegasen los hombres. Bueno: que lo relegasen, que lo olvidasen como lo que era; pero nunca consentiría que los hombres, aquellos dos hombrecillos insensatos, se alzasen hasta él.
Ahora me empezaba a fijar en los edificios que me rodeaban, mientras el Sol invadía mi anterior posición. El gran monumento religioso tenía una torre lateral, a la izquierda de su fachada, que intentaba aplastar bajo su volumen y altura todo el espacio definido por la plaza; o era su sombra proyectada en la misma. Precisamente, las campanas empezaron su llamada a misa matinal y las palomas revolotearon desganadamente alrededor, como cumpliendo una rutina ya ineficaz. La canción rítmica de las campanas sonaba agradable y a ella acudieron algunas mujeres y algún hombre, que se introdujeron presurosos por una puerta lateral del templo.
Hubo un deán, o prior de la basílica, que decidió emprender una cruzada particular contra las aladas enemigas. Su edificio, esa torre orgullosa, se deterioraba a ojos vistas por el arduo trabajo de las aladas. Si se hubiese tratado de la lechuza machadiana ‑«Por el olivar, se vio la lechuza volar y volar»‑, lo habría permitido: total, un buchito de la lámpara de aceite y nada más. La lechuza era sabiduría, pues la traía Minerva. Consultó. Los métodos no le generaban confianza, no los veía eficaces. Era hombre de acción y a la acción recurrió. Se metió a tiros dentro de la iglesia y fuera de ella.
—¿Obtuvo resultado?
—Sí; lo trasladaron.
Un risrás acompasado me dirigió la atención hacia un empleado de la limpieza. Había dejado en un rincón su carrito y ejercía su oficio desganadamente, con la minuciosa imprecisión que correspondía a algo que era como el tejido de Penélope: nunca se acababa. Menos todavía, cuando las palomas se encargarían de renovar sus excrementos con más saña.
No gritaban los chiquillos en la plaza. Por las mañanas no había chiquillos, que estaban en la escuela. Ni por las tardes; que las criaturas de ahora ya no salían a las calles y plazas a jugar. Dicen que por tantos deberes que les ponen; dicen que por tantas actividades a las que los apuntan sus padres, para alejarlos de sí; dicen que por esas maquinitas infernales electrónicas, cada vez más variadas, que los atontan hasta ensimismarlos, engancharlos, se dice, a las mismas y que así están horas y horas dándoles a los botones y mandos de tales engendros cibernéticos. Las palomas querían a los chiquillos. Les traían migas de galletas, de pan, pajitas o gusanitos salados; se las echaban en el centro del recinto, o al pie de los bancos, mientras sus abuelos, encargados de la vigilancia de los nenes, podían reponer algo de fuerzas y charlar con los demás que se encontraban en la misma labor. Los abuelos aprovechaban también para fumarse un pitillo, cosa que no podían hacer en las casas, por prohibiciones médicas y familiares. Dictaduras contra los viejos. Dictaduras de los jóvenes.
Las palomas son dictadoras y ocupan su entorno, monopolizándolo. No se observan otros pájaros: tal vez los humildes gorriones, los desaparecidos vencejos o las golondrinas. Ellas son señoras del espacio y del tiempo. Cobardes, se irían raudas ante la presencia del gavilán, del halcón; mas no se les trae ni se les procura asiento. Y ellas campan, arruinándolo todo.

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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