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El pijo-rojo

Uno pensaba que el pijo-rojo quizás fuera una especie ornitológica de la familia del “ayayay” o del “uyuyuy”, pájaros que habitan en las Montañas Rocosas y que tienen en carne viva los genitales porque, al aterrizar ‑debido al gran tamaño de los mismos‑, los arrastran por los peñascos, al tiempo que emiten un grito lastimero característico. ¡De ahí su nombre!
También pensé que se podría tratar de algún familiar del pájaro carpintero, al que las gentes de la Sierra de Segura llaman pica-pinos; o de una especie migratoria como el flamenco, el cuco y la cigüeña; o de avecillas tropicales como el loro, el periquito o la cacatúa moñuda.

Resulta que don José Manuel Sánchez Fornet, secretario general del Sindicato Unificado de Policía (SUP), ha llamado “líder de los pijo-rojos” (ABC, 5-4-2008) nada menos que al Ministro de Justicia, en funciones, don Mariano Fernández Bermejo. Al ministro, que con todo derecho presume de ser de izquierdas, no puede molestarle que le llamen “rojo”, o sea, “bermejo”, porque lo lleva en el apellido. Menos lógico, veo yo, que tenga a gala proclamarse agnóstico y ateo llamándose “Mariano”. Pero lo que no encuentro en modo alguno sostenible es lo de “pijo”. No señor. Eso no está bien.
También le ha llamado “defensor de terroristas”, “representante de la izquierda más sectaria”, “bronquista tabernario” y “socialista de salón”. ¡Muy mal, señor Sánchez!
Decía don Pío Baroja que «el hombre que daba la nota más agria y más venenosa era el que tenía más éxito en la tertulia del café, porque sus frases producían la satisfacción, un poco miserable, de todos».
El señor Sánchez no debería buscar por ese camino el aplauso o la notoriedad. Por muy en desacuerdo que pueda estar con el señor Bermejo y aunque, en su opinión, le asista toda la razón no debería utilizar esos términos.
−¿Y si los utiliza el Ministro?
−Pues, la verdad, tampoco me parecería bien.
−Es que algunos políticos hablan así.
−Ya lo sé, pero no lo apruebo.
Nunca he sido partidario de la descalificación, ni del insulto. Admiro la inteligencia, los buenos modales y la buena educación. Creo que se puede debatir sin levantar la voz, ni recurrir al ultraje fácil o a la grosería. No tiene más razón el que más grita. Me gusta la sátira y la ironía porque quitan dramatismo a ciertos asuntos y, aunque puedan herir en ocasiones, pienso que siempre es mejor opinar ‑sobre todo de política‑ buscando la sonrisa, que el insulto.
Ahora que Rajoy, ¡otro Mariano!, parece haber renunciado a la crispación sistemática; ahora que la gente ha olvidado que doña María Antonia Trujillo dice que el piso que el Ministro ha reformado estaba en perfectas condiciones; ahora que casi nadie se acuerda de que la reforma costó unos doscientos cincuenta mil euros… (¡toma reforma de cuarenta y tres millones de pesetas!); ahora que la huelga de los funcionarios de su Ministerio ha terminado; ahora, precisamente ahora, vienen los representantes sindicales de la policía a alegrarle la vida al señor ministro con sus piropos.
−¡Qué pruebas tan duras manda el Señor!
−¡Y la Virgen! −debe pensar don Mariano.
He recogido las declaraciones del señor Sánchez Fornet porque me preocupan los malos modos y opino que convendría desterrarlos para siempre de la política y de la sociedad.
Larra, que ¡mire usted por dónde, también se llamaba Mariano!, se quejaba de que «La costumbre de ver y oír diariamente los dichos y modales que son la moneda de nuestro trato social, es culpa de que no salte su extrañeza tan fácilmente a nuestros sentidos». (“¿Entre qué gentes estamos?”, El Observador, 1 de noviembre de 1834).
Barcelona, 7 de abril de 2008
roan82@gmail.com

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