Cuando yo era niño, mi madre me contaba que ‑modestia aparte‑ mi abuelo Diego había sido el herrero más prestigioso de La Puerta de Segura; que mi padre siempre trabajó en el taller de la familia; que mi tío Sebastián era el mecánico más inteligente de la comarca; y que mi tío Dionisio ‑a quien debo el honor de llevar este nombre especialmente sonoro y refinado‑ reparaba y ponía a punto los aviones de la base militar de San Javier, en Murcia. Para mi familia, el taller era el lugar en donde los hombres trabajaban, se ganaban el pan y obtenían los recursos necesarios para comer caliente y sacar adelante «a los hijos con que Dios tuviera a bien bendecir su matrimonio». ¡Vaya frase!
Más de cincuenta años después, y debido a que dispongo de bastante tiempo libre, algunos amigos me invitan a participar en esas actividades, llamadas hoy talleres, en que se ocupan los que no tienen demasiadas ocupaciones. O sea, parados, afectados de depresión a largo plazo, divorciados sin esperanza y “jubilatas” en primera fase de recorrido.
—Apúntate a un “Taller para adultos” —me dijo hace unos días mi amigo Carlos González—. Ya verás cómo te gustará.
Eso de que fuera “para adultos” me hizo cosquillas en la imaginación. ¡Está claro que las carencias ocasionadas por haber estudiado en colegios de curas son difícilmente subsanables! En secreto os diré que, con toda intención, me he reservado las tardes para dedicarlas a este tipo de ocupaciones, sin éxito ‑esa es la verdad‑ hasta el momento. Ocupo las mañanas jugando al tenis. Entre la enorme variedad de deportes para los que estoy especialmente negado, he elegido éste por varias razones: primera, porque antes y después del partido se debe saludar al rival, y yo soy un admirador de la educación y los buenos modales; segunda, porque nadie te hace una entrada a la rodilla, ni te abre la ceja de un codazo; y tercera, porque, cuando le preguntaron a Curro Romero qué público prefería, si el de “Las Ventas” o el de “La Maestranza”, respondió con esa sabiduría propia de los andaluces viejos y juiciosos: «A mí er público que más me gusta es er der teni».
Cuando alguien me habla de un taller, oigo inevitablemente ruidos de motores y martillos golpeando el yunque una y otra vez. Siento el olor penetrante de la pintura y del carbón de la fragua. Veo saltar las chispas del hierro incandescente, la llama viva de la soldadura y, en la imaginación, las manos se me llenan de grasa, al recordar cómo limpiaba cigüeñales y cajas de cambio cuando era un niño. Soy capaz de imaginar talleres de carpintería, de escultura, de plancha, de alfarería, de pintura o de electricidad; pero confieso que me cuesta trabajo pensar en talleres de poesía, de arte dramático, de redacción, de cine o de baile, en sus distintas variantes: salsa, clásico, rock, salón o regional.
Yo creo que los amantes de la Lengua deberían oponerse a estas modas que, en mi opinión, en nada favorecen el idioma. ¿No sería más correcto hablar de asociación, curso, programa, agrupación, escuela, academia, ateneo, círculo, sociedad, etc.? Dejo la respuesta para los entendidos. No obstante, si seguimos por este camino, pronto se otorgará a los curas el título de Obispos técnicos auxiliares de grado medio.
Alguno estará esperando que explique, por fin, qué actividad se practicaba en el “taller para adultos” al que tuve el honor de ser invitado. No sin cierto sonrojo, y aunque el decirlo me cueste perder vuestra consideración, os aseguro que me intentaron endilgar ¡un taller de yoga y meditación! ¡Qué país!
Barcelona, 28 de marzo de 2008.