Como saben que soy propenso a la nostalgia, algunos compañeros, de vez en cuando se acuerdan de mí, me dedican unas palabras y me envían algún detalle que yo guardo con especial afecto. Hace unos días, abrí el correo y me encontré una fotografía con más de medio siglo de antigüedad. Una fotografía de niños pobres y sencillos, con los ojos vivos y la mirada palpitante, como pajarillos en sus primeros vuelos. Me la enviaba un antiguo compañero del colegio de Villanueva del Arzobispo que ahora vive en Mallorca, quiera Dios que por muchos años. Se llama Paco Roca.
Pronto se cumplirán sesenta años desde el día en que me dejaron en el patio de columnas de aquel viejo caserón ─que era el colegio─, entre un montón de muchachos con más edad que yo, condenado a vivir una infancia muy dura y muy difícil. Aquel providencial regate del Destino, aunque penoso y complicado, me libró luego de andar errante por la vida en demanda de empleo o caridad. Lo cierto y verdad es que, después de tanto tiempo, pocos hemos olvidado que en aquel colegio pudimos estudiar y conseguir, más tarde, una profesión honorable para sacar adelante a la familia. No es demasiado, de acuerdo: pero a mí me parece un objetivo muy ambicioso, si lo comparamos con el lamentable panorama al que se enfrentan los jóvenes en la actualidad.
La foto nos traslada al tiempo en que aprendíamos a señalar en el mapa “orográfico” de España, los Picos de Urbión, los montes de Toledo, los golfos y los ríos; a conjugar los verbos ser y estar; a calcular la superficie de los polígonos regulares, y a rezar de memoria el credo en latín. Sesenta años después, llegan los recuerdos como una música, lejana e infantil, que se niega a perderse en el olvido. En la primera fila, en el centro, está el padre Fernando Pérez y a su lado el padre Lorenzo Lacave: dos jesuitas entregados a una misión sagrada e imposible. Si a lo largo de la vida he encontrado personas honestas, generosas y sinceras, ellos lo eran sin lugar a dudas. Y, si a pesar de las penalidades que soportamos (el frío, los castigos ejemplares y la traumática experiencia de vivir lejos de nuestras familias), seguimos recordando aquellos años con tanto aprecio, algo muy grande y muy bueno debían tener nuestros educadores.
Es curioso que la mayoría de alumnos de las Escuelas no presumamos demasiado de los brillos que a lo largo de nuestra trayectoria profesional hayamos podido conseguir. Los encantos de una vida, más o menos acomodada, acaban por aburrir. En cambio, uno se emociona al volver los ojos hacia aquella época en que sólo éramos unos pobres chiquillos con sencillos profesores, como los de la foto, algunos de ellos sin la preceptiva titulación.
Si ponéis atención, encontraréis en pie en la tercera fila, a José Moreno Cortés a la edad de diez años. En la actualidad es profesor y pintor de cuadros muy meritorios; a su derecha, en la fila siguiente, otro admirado artista y excelente persona: Miguel Cano Garrido. En la penúltima, a la izquierda de los dos alumnos anteriores, hay un muchacho nacido en Úbeda, del que hace mucho tiempo que no tengo noticias, pero que no he olvidado a pesar de los años: Pedro Latorre Bonachera, compañero de comedor y de tertulias, imaginativo y soñador, el mejor artesano de barcos y pajaritas de papel que yo haya conocido.
También encontraréis, espigando la foto, a Ángel Henares Bermúdez ─estaba, el hombre, jugando con sus dos nietas gemelas cuando lo llamé por teléfono─. “Abuelo, ¿quién es?” ─se las oía decir─. Y encontraréis también a compañeros que optaron por la vertiente profesional, como José Bautista ─mi hermano de oración─, y Antonio Lozano López, al que encontré una noche a poco de llegar Barcelona, cuando los dos volvíamos a casa después de trabajar. Y si tenéis un poco de paciencia y continuáis mirando, veréis a uno muy pequeño, sentado en la primera fila, el segundo por la izquierda: delgaducho con cara tristona y muy mal peinado. ¡Ese soy yo!
Recuerdo aquellos años, no sólo porque aprendí a señalar en el mapa los Picos de Urbión y los Montes de Toledo, sino por el extraordinario privilegio que supuso convivir con aquellos compañeros a los que recuerdo como hermanos. ¡Cuántos muchachos andaluces no tuvieron la suerte (¿debería decir “el privilegio”?) de estudiar en las Escuelas!
Después de escalar, con más o menos problemas, las empinadas crestas de la vida, pienso que aquellos años fueron providenciales y decisivos. Por eso seguiré buscando cada mañana en el correo, palabras o fotografías con sabores añejos. Qué gran lección y qué reto tan apasionante para los investigadores en materia de educación. Yo, que me considero un aprendiz de todo y que siempre he tocado de oído, creo que a mayor exigencia se consiguen mejores resultados y, con el tiempo, una vida más plena y más feliz.
De todos modos, no me hagáis mucho caso. Sólo pretendía enseñaros la foto que me ha mandado Paco Roca y desearos un FELIZ AÑO NUEVO.
Dionisio, engánchate de nuevo, te necesitamos en estos lares. Se te echa mucho de menos. Un fuerte abrazo