Las viejas palomas del campanario del colegio

Aquella feliz idea del “Coto escolar” había “cuajado” en lo más profundo de aquellas mentes infantiles que con un mimo maternal, tutelados por algunos maestros, cuidaban aquellas tiernas avecillas que se multiplicaban, día a día, para gozo y encanto del Sr. Director, que las mostraba ufano a cualquiera de las numerosas visitas de que era objeto la Casa-Madre.

Algunas, como los canarios, estaban controladas. Fue prenda el regalado a D. Camilo Alonso Vega, entonces Ministro del Interior ‑aunque entonces no se decía así‑, responsable de la Guardia Civil y antiguo defensor de Álava frente a la vesania roja; pero que con gran desesperación del experto, resultó ser canaria, hecho deducido, según cuentan las crónicas, por la mudez del pájaro más que por un examen del sexo.

Otras sin embargo, fuera de control, anidaron en nuestros aledaños y su número llegó a ser tal, que amenzaban tejados y oquedades con gran desesperación del P. Rector (a la sazón Bermudo de la Rosa, hombre aristocrático de nobles modales) y su eterno acompañante el P. Prefecto, el añorado P. Navarrete, el de las lentejas de tan gloriosa memoria para algunos expulsados; y completando la terna, el P. Teotonio, beatífico entre los beatíficos, inspector de los alumnos, ya unos hombrecitos, de la Primera.
El problema llegó a ser de tal magnitud que no ocultaban a los alumnos su real preocupación, tanto, que también la hicieron suya, en parte por halago y en parte por paliar la insuficiencia de proteínas tan típica de la dieta safista de aquellos años de hierro.
Así, en una noche oscura del duro invierno de La Loma, un intrépido grupo de aquella gloriosa promoción del 63, sin mas armas ni bagajes que unos ridiculos sacos hurtados de la cocina, se aventuró por aquellas peligrosas subidas y recovecos y “asesinaron”, que no fue otra cosa, a cientos de palomas, que plácidas y ajenas a la tragedia, dormitaban en la torre del Colegio. Se cuenta que la carnicería fue espantosa y hasta tres sacos de tiernos palominos se llenaron.
Regresados de tan peligrosa misión, comenzó lo más espectacular: desplumarlos en secreto, entre vigilia y vigilia, en aquellas camarillas estrechas, burlando la vigilancia de P. Teotonio; después, la operación de guisado, la más complicada, realizarla sin levantar sospechas y burlar el rígido control del P. Navarrete; y, por último, ¡lo más importante!, comérnoslas sin que se enterase el resto de los cursos que convivían en la misma División.
No podíamos hacerlo en la cocina del Colegio, porque eso era dar tres cuartos al pregonero. Había que salir fuera y buscar un restaurante o una casa amiga que nos pudiese facilitar los medios. Había que cavilar e hilar muy fino y Vera, el único compañero externo, nos resolvió el problema: en su casa, engañando a su buena madre, guisamos el condumio en unas enormes ollas. Pero ¿cómo trasladarlas y comérnoslas, burlando la vigilancia de compañeros y mandos? El traslado no ofrecía gran dificultad en el desierto de aquellas calles invernales, pero… ¿y comérnoslas?
Aquí viene el colmo de la audacia, al invitar al mismísimo P. Rector, al P. Navarrete, al P. Inspector y al P. Espiritual, todos juntos, y hacerles cómplices de nuestra felonía: se tragaron el cuento del regalo de un tío de Vera, como se tragaron los palominos; y nosotros disfrutamos de la cercanía del poder; de aquellas inesperadas proteínas, pues sólo se comía carne en tiempos de epidemia de peste aviar; de aquella travesura, que bien nos podía haber costado muy cara, por más que quisiéramos consolarnos con lo de Fuenteovejuna.
Aún recuerdo aquella convivencia agradable en aquella mesa improvisada en el comedor, la “paternidad” del P. Rector, la ingenuidad del P. Navarrete y la bondad del P. Teotonio por no descartar al P. Mendoza, que estaba en el ajo de lo que pasaba. Pero nosotros limpiamos el Colegio de semejantes huéspedes dañinos, paliamos nuestra hambre secular en una operación arriesgada y audaz, donde todo el curso participó como un solo hombre, incluso en eliminar los residuos acusadores de la operación, que hedía a perros muertos, después de nuestra ausencia por los Ejercicios Espirituales en Córdoba; pero como diría aquel famoso Director: “¡Oh paradoja! Hasta los hedores nos fueros fieles”.
Creo que en los anales del Colegio no se ha llegado a realizar otra hazaña igual, colectiva, audaz y participativa de altos y bajos cuadros, en unos tiempos complicados, al filo de la expulsión por quítame allá esa paja. Yo reto al respetable a que pruebe otra mínimamente igual.
Otro día contaremos la famosa filtración del examen de Literatura al cura legionario, en el que un chivatazo del amigo de Francisco Cuadros Rubio, una vez expulsado, nos puso en el trance de aprender de memoria el libro y de cuyo castigo nos salvó el P. Rector; o el cambio de notas de Filosofía a D. Isaac Melgosa; o de Trabajos Manuales a D. Doroteo; o los cambios que les dábamos a la Historia de la Pedagogía de 7.º, asignatura fresca y novedosa para D. Isaac, que no pasaba de Wickman; o los rezos en inglés con D. Luis, cuyos ecos, ampliados, llegaban al despacho del P. Sánchez, como si Dios estuviese sordo… y un largo etc. de nueve años, donde nos faltaba prácticamente de todo, menos la alegría y el ingenio, agudizado a unos extremos increíbles para las generaciones actuales.
07-01-06.
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