(Millet, 1859)
Dos seres unidos, tragedia y duelo,
en un paisaje plomizo y desierto,
rezan el Ángelus por su hijo muerto,
inclinados hacia el estéril suelo.
Más que campestre, un cuadro intimista,
que aflora en contenido sentimiento,
y el campo testigo del sufrimiento
en la dura escena naturalista.
Para Dalí es una obra “turbadora”,
intensa en el lumínico contraste
que acompaña al áspero cromatismo
de la tierra yerma y desoladora.
La luz crepuscular une al desastre
un pálido y lúgubre pesimismo.