Cuando contemplo, desde mi balcón, el Palacio de las Dueñas de Sevilla, en esta fresca pero agradable tarde invernal, hago recuento de las distintas y variadas navidades que me ha tocado vivir y disfrutar, y no tengo más remedio que sorprenderme de cómo ha ido cambiando esta celebración religiosa que con el devenir del tiempo se ha convertido en pagana, consumista y pantagruélica.
Comenzaré rememorando aquellas navidades de mi infancia en las que el candor de mis pocos años y la grandeza del amor que me dedicaban mis padres, abuelos, tíos y primos me parecieron sublimes. ¡Qué bonitas eran entonces! Qué ambiente de paz y amor se respiraba por todos sitios; y más cuando nos reuníamos en familia y cantábamos villancicos populares con nuestros propios instrumentos musicales caseros; y que se entreveraban con esos mantecados hechos amorosamente a mano, por mi madre o abuela principalmente, y a las que yo también ayudaba. Y en las que uno se sentía responsable porque colaboraba a que esta fiesta religiosa brillase más incluso con la asistencia a la Misa del Gallo.