Por Mariano Valcárcel González.
Una visita a cualquier ciudad de cierta antigüedad puede producir sentimientos encontrados, sensaciones opuestas y planteamientos irresolubles.
Una ciudad antigua suele tener un casco urbano bien definido en sus separaciones; por un lado, las ampliaciones extramuros (generalmente) y los extrarradios y barriadas más modernas, a veces convertidas también en zonas de convivencia complicada (o peligrosas); y la parte vieja, la que dio origen a la población, a su vez conteniendo también barrios abandonados casi en su totalidad, manzanas completas que exhiben su decrepitud, callejas que amenazan con derrumbes, monumentos que piden a gritos su restauración.
Visitar una ciudad antigua a veces es deprimente. La melancolía y la tristeza te abrazan tras cada esquina que tuerces, en cada fachada que observas… Ventanales mudos y hasta ciegos; balconadas a las que nadie se asoma; hierros oxidados, sueltos a veces; demacradas paredes sin lustre alguno, comidas de humedades o mordidas por el tiempo. Fealdad donde hubo poderío, riqueza; gentes que se preciaban de su clase; burguesía de negocios o nobleza todopoderosa; comerciantes prósperos, terratenientes y rentistas…
En los bajos de esos edificios, se mantenían los establecimientos necesarios: panaderías, zapaterías, cordelerías, las abacerías y los coloniales, joyerías, ferreterías, los almacenes de telas… Se compraba de todo, porque casi de todo había, al vecino, al que se le compraba “fiado” sin tener por medio un banco que prestase nada, que te enganchase en deudas impagables. Por supuesto, no faltaba alguna confitería (o muchas según el estilo de vida de esos locales) o cafetería, churrerías incluidas, y bares y tabernas más o menos escondidas en callejas angostas o revueltas de las mismas, en bajadas y subidas por cuestas disciplinarias.
Las ciudades viejas tienen viejas edificaciones que es deprimente observar; el abandono impera. Restaurar, adecentar y poner en servicio estos edificios, bloques de vecinos obligados a abandonarlos (incluso amenazados si no lo hicieron); villas unifamiliares en las que abunda la ruina manifiesta en su prolongada desolación; palacetes -lo que hubo y ya no existe-; la vida de las gentes que un día dieron lustre y valor a esa población, eso, arreglarlo, revertirlo, cuesta bastante.
Sin embargo, viene siendo más que necesario, si no queremos que el mal progrese convirtiendo en mera ruina lo que antaño fue esplendor. A veces se hace. Pero pagando un precio tal vez excesivo.
Veamos, que ahora está muy de moda el palabro “gentrificación”, que debe ser el vaciado y posterior llenado de algunas zonas urbanas de las gentes que eran sus moradores de años, ya para ser cambiadas por personal de aluvión, interino, más en la onda del turismo masivo o en la de la gestión de negocios, apartamentos turísticos y de oficinas. También de gentes guapas y glamurosas, caprichosas y horteras, que deciden poner en moda un área urbana, como luego abandonarla sin más justificantes ni explicaciones.
A esta moda le corresponde, pues, su factor económico y de ganancia, que grupos de inversión y constructoras perspicaces se lanzan a la especulación de esas zonas urbanas. Unas veces tirando sin miramientos viejos edificios y levantando bloques nuevos de mayor o menor diseño moderno y efectista (¡ah, la pugna de arquitectos que se buscan un renombre o lo quieren mantener a toda costa!), donde la protección urbanística o no existía o llegaba oportunamente tarde; otras veces, manteniendo por obligación el aspecto antiguo de calles y plazas, pero vaciando los edificios cual cascarón de huevo y reformándolos absolutamente. La función crea el miembro, se dice, y a nuevas funciones nuevos miembros pues.
Apena pasear por esas ciudades de calles heridas. A veces da hasta miedo. Vivir en edificios ruinosos no debe ser fácil. Los hay que son asaltados, catalizándose aún más el deterioro. Penoso debe ser intentar pasar los días, los meses, las estaciones del año sufriendo calor o frío, humedades, incomodidades varias, peligros incluso por derrumbes o por asaltos de maleantes… Las más de las veces, quienes todavía resisten en ellos son personas viejas que no tienen adónde ir o que no quieren abandonar lo que es desde siempre su casa, su comunidad vecinal, su barrio, en suma su vida.
Fueron famosos en su tiempo los llamados “asusta viejas”, personas enviadas por los tiburones constructores para poder desalojar así, bajo amenazas y coacciones, a los reticentes moradores de los inmuebles que querían derribar o transformar. Ahora lo hacen más finamente y supuestamente legal, que se les permite aumentar el alquiler (si la vivienda es alquilada, claro) hasta cantidades inasumibles para las gentes de economía precaria y así largarlas. Si son propietarios, se les aísla, se les hace la vida imposible hasta que mueran dentro o se vayan vendiendo por cuatro perras.
Pero es verdad que algo hay que hacer para que el mal no avance, que ya detenerlo es un logro. Y también es verdad que lograrlo necesita inversiones millonarias, que la iniciativa privada no está dispuesta a aportar, si no es a cambio del beneficio. Los planes de reactivación de los centros históricos y su puesta en valor necesitan mucho estudio, concertación de los implicados, claridad de ideas y asunción de los pros y los contras inevitables.
He visitado algunas ciudades que merecen su oportunidad. Todos nos hemos admirado de sus fachadas, sus rincones, nos podemos incluso haber hinchado a hacer fotos… ¡Qué bonitas, pero qué viejas, qué abandonadas, qué falta de futuro!
En mi ciudad, pienso en su barrio de El Alcázar. Una zona que merece su oportunidad. Pero hay que ponerle el cascabel al gato, claro.