Por Dionisio Rodríguez Mejías.
Mañana, a las cuatro y cuarto de la tarde, tendrá lugar un acontecimiento, al que cuesta encontrarle una razonable explicación. Sin necesidad de acuerdos parlamentarios, ni negociaciones, ni conferencias autonómicas, todos los incondicionales del Club de Fútbol Barcelona; o sea, todos los “culés”, sin excepción, se olvidarán de sus colores durante noventa minutos, y desearán, desde lo más profundo de sus corazones, que el partido lo gane el otro equipo de la ciudad: el RCD Español. ¡Hasta Piqué se sentirá mañana periquito!
Orondos señores, de respetables profesiones, se sentarán ante el televisor, dispuestos a celebrar los goles españolistas, y a ciscarse en la madre del árbitro, en caso de que pite un penalti contra los blanquiazules. No se explica que gente, que ha estudiado en colegios de pago y cursado carreras superiores con buenos expedientes, pueda dejar a un lado, en hora y media, su buena educación, su juicio y su prudencia. Lo que en cuarenta años no ha conseguido ningún presidente de nuestra desquiciada democracia, lo consigue un humilde equipo de fútbol con problemas para mantenerse en Primera División…, cuando se enfrenta al Real Madrid.
El día que el RCD Español se enfrenta al Barça, en el Camp Nou, los pobres periquitos tienen que soportar los gritos de «¡A segunda! ¡A segunda!» y los cantos insultantes del graderío. Pero, cuando se enfrenta al Real Madrid, la cosa cambia: entonces la hinchada barcelonista tiene una facilidad pasmosa para cargar contra el árbitro por el resultado, acusar a la Federación Española de amiguismo con el Madrid o, peor aún, culpar a los jugadores del RCD Español de dejarse ganar.
¿A alguien puede parecerle razonable que un deporte, al que algunos llaman juego, sea capaz de despertar los más siniestros y despreciables instintos animales, ocultos en nuestro subconsciente? Un día de estos, os contaré la entrañable historia de una niña que, a sus cinco años, se enamoró de un chico de su misma edad, con preferencias futboleras diferentes. Porque hay que decir que, a excepción de algunos exaltados, como Piqué, el caso es que la mayoría de culés suele ser buena gente. Recuerdo la tarde que el Español le ganó, por cinco goles a dos, al Barça de Paco Gallego en Sarriá. Marcó un chavalillo cordobés, Manolín Cuesta; Rafa Marañón ―recién llegado del Madrid― y Juan María Amiano, navarro de Olite, como Marañón. A pesar del resultado, periquitos y culés acabamos en un pub de Barcelona, tomando cubatas como amigos.
Años más tarde, le vendí un piso a Andoni Zubizarreta, portero del Barça y de la Selección Nacional. Más de una partida de dardos jugué en el “Seven Crown” de la calle París, con Esteban Vigo, el estimado “Boquerón Esteban”. “El Lobo Carrasco” me recibió en su piso de la Ronda del General Mitre, para valorar y poner a la venta su vivienda. Trabajé con Fernando Olivella, un perfecto caballero, defensa central del Barça y de la Selección Nacional… Y podría contar muchos más casos, para que nadie piense que soy eso que aquí se llama “anticulé”.
Me gusta el fútbol, he sido socio del Español, no me he perdido un partido hasta que empezó a jugar en Cornellá y me parece ridículo lo que se está viendo últimamente en los estadios. Me refiero a las banderas, a las pancartas, a los gritos, a los insultos, a la gente que llora cuando pierde su equipo y ―lo que es peor― que se exalta y se vuelve violenta cuando gana. Salen del estadio vociferando, como héroes legendarios, pidiendo independencia, sin conocer sus consecuencias, sencillamente porque nadie ha tenido el valor de explicarlas con claridad.
Cuando el equipo gana, se manifiesta la grandeza y la superioridad de la raza; pero, si pierde, la culpa casi siempre es de los que también les roban resultados deportivos. Y, que conste, que no solo hablo de Piqué.
Barcelona, 17 de febrero de 2017.