Por una película

Perfil

Por Mariano Valcárcel González.

A veces, ver una película, según como la veas, te puede cambiar el cliché con el que te la venden o publicitan, haciendo que te des cuenta de que tal vez el director tuviese unas intenciones diferentes a las que la comercialización del filme se refiera.

Cuando en apariencia puede ser una como tantas de efectos especiales y de monstruos, a la moda más comercial y carente de cualquier contenido con algo de sentido, vas y te encuentras el desarrollo de todo un tratado sobre el dilema de la vida y de la muerte, de la culpa, nuestro modo de afrontar esta y las verdades que a veces a su alrededor se ocultan… Nuestros escondidos miedos y tras ellos nuestros deseos de escapar, lo que pensamos, pero que nos hiere porque no aceptamos que los deseamos. Vergonzantes.

Los hechos que interpretamos con una simpleza absoluta, reduciéndolos a un escaso universo de malos y buenos y que tal vez sean meros espejismos que conviene fabricarnos para nuestra comodidad, pero que son mucho más complejos, inciertos y difíciles de interpretar y de admitir que lo que quisiéramos.

Las ideas fijas y ya admitidas como verdaderas y absolutas y que, sin embargo, ni son fijas ni absolutas y desde luego verdaderas según y cómo las utilicemos. Ese simplismo al que nos llevan unos y otros.

Sí; la última película de Bayona, bajo una apariencia de cuento infantil, nos lleva, dejando sus cualidades estéticas y artísticas manifiestas (y, por cierto, los magníficos dibujos que en la misma se desarrollan) a cuestionarnos algunas cosas que en la misma película (y me imagino en la novela de Patrick Ness en la que está basada) se nos presentan y se interpretan. Y son duras algunas de sus conclusiones.

Maquiavelo sobrevuela el primero de los cuentos que el árbol (un tejo) relata. Pues presenta unos hechos, claros y manifiestos en apariencia de primera lectura, que luego revela como ciertos y contrarios; sí, el príncipe que luego es amado y reverenciado como un buen gobernante por su pueblo, y ello es el final pretendido por el mismo, resulta un mentiroso y un criminal que ha prevalecido el fin por encima de los medios utilizados… ¡Tantos han utilizado al pie de la letra el supuesto consejo del renacentista italiano (y otros más), en aras de conseguir los fines pretendidos!, desde que el mundo es mundo de “sapiens”. Unos los han mentalizado (los medios) como justos y necesarios para alcanzar los fines (de igual categoría), cayese quien cayese y doliesen a quienes doliesen; a otros, se los han predicado y justificado en nombre de los más altos fines y animados han sido para ejecutarlos, a pesar de la maldad, del horror y de la violencia aplicados en el camino. Hay quienes, simplemente, consideran que cualquier medio vale para sus fines, si con ello los pueden realizar, sin mayores complicaciones. Tenemos ahora clarísimos ejemplos, que nos caen desde cualquier tejado, de esta actitud, tan arraigada.

La hipocresía campea sobre el siguiente cuento. La percepción de que lo diferente, el diferente y antiguo que manifiesta otro credo, es enemigo que batir, el predicador contra la superstición del curandero, nos anima a simpatizar con aquel, hasta que lo más querido solo le puede ser salvado por el viejo; sí, del curandero depende, mas este, ante la verdad desnuda del otro en su negación, al otro y su dolor condena totalmente. Nos presenta lo artificial y poco sólido de nuestras convicciones, de nuestras creencias, aunque aparentemos ser los más convencidos, los defensores a ultranza, los fanáticos luchadores de la causa (en especial la religiosa) que se derrumban cuando nos ponen a prueba; la prueba más terrible, la más difícil de salvar o de evitar, la que nos puede quitar lo que más queremos, sea nuestro amor, nuestros hijos, nuestro dinero, nuestra situación social… O la que podemos superar, si optamos por la renuncia, por la negación de lo que hemos sido, por el credo desterrado, por renegar. Si no somos fieles a nuestra fe, a la creencia defendida y la cambiamos por interés y beneficio, no somos dignos de consideración ni de perdón. Es terrible esta obligación que puede generar fanatismos; el fanatismo del sacrificio propio y de los demás que tanto leímos y que ahora tanto oímos e incluso vemos.

El cuento final (me salto el intermedio que es más sutil y debe un análisis tal vez más concreto) nos lleva a la afirmación de la muerte como inevitable y al sufrimiento que a veces conlleva; al pavor de tenerla cerca y verla avanzar y no poder hacer nada y desear en lo más íntimo del ser que eso se acabe, acabando la persona sufriente y así nuestro sufrimiento, y al pavor que nos da admitirlo. La negación ante la evidencia más terrible. Y la liberación al enfrentarlo. La muerte es un final inevitable, pero que en realidad todos tememos, pues pocos son los lúcidos que la entienden; estos no huyen de la misma (aunque hacen bien en no buscarla, que sería una forma más de suicidio), pero la esperan con cierta serenidad. Si los que los rodean lo entienden a su vez, así el trance llegado no supone ni trauma ni duelo; sí, tal vez, cierta tristeza tanto de uno como de los otros de separarse. Cierto es un factor que nos impide lo anterior, el factor dolor, la decadencia, la carga desesperada de la vejez sin enmienda ni retorno; la enfermedad que nos mina inmisericorde y más notoria cuanto más joven es quien la padece. Injusta. Pues injusto es el reparto, que no concierne a todos por igual (dejemos, incluso, el tema de los méritos o deméritos en ello). Desear el final del sacrificio tanto la víctima como el testigo es algo natural; pero que ocultamos como cosa vergonzante, como si con el deseo, en verdad, estuviésemos matando; así nos lo han hecho creer.

Cuando todavía hay quienes se resisten, e impiden, un final humano y caritativo (sí, caritativo) al moribundo, en aras de una hipotética penitencia en el sufrimiento que le abrirá las puertas de la redención, uno no sabe si desearles lo mismo, pero más… Por si en el trance, sintiendo lo que se siente y padece, deciden renegar de su creencia y, en verdad, se condenan.

Vaya; y eso que voy poco, últimamente, al cine, que si no…

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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