Fuera del estado de derecho no hay más que barbarie: la Selva.

Por Salvador González González.

Incluso, las sociedades más primitivas llegan a establecer normas de convivencias, basadas en usos y costumbres, la tradición secular transmitida de generaciones anteriores o simplemente por la simple observación de lo que resulta más beneficioso para la tribu o los congéneres con los que se relaciona.

Con el transcurrir del tiempo y el avance, trasladan esto a normas o leyes, mediante la elaboración de Códigos o Tablas de la Ley que se fijan en el devenir de esa Sociedad, que por ello avanza y se consolida. Por eso, el progreso de la humanidad, aunque se mide en muchos aspectos, uno de ellos quizás el que más lo demuestra son “sus leyes” y “las normas”, como medida para garantizar la convivencia y organizar el territorio. Se encuentran similitudes en muchas de ellas, pero tampoco faltan normas algo especiales, por no decir extrañas, que hoy en día pueden parecer asombrosas o abusivas. Algún ejemplo puede servirnos para confirmar lo dicho. La obligación de probar las acusaciones, el famoso “ojo por ojo”, del Código de Hammurabí, año 1750 a. C., por el rey de tal nombre, que todos conocen; pero, sin embargo, quizás no se sabe que obligaba a los acusadores a probar indiscutiblemente sus acusaciones .En caso contrario, serían ellos los condenados a muerte. Había, pues, que andarse con cuidado al acusar a alguien.

O el Código de Urnammú, rey Sumerio, redactado entre el 2100 y el 2150 a. de C., donde el rapto de persona estaba castigado con la muerte; pero sólo si los dos, raptor y raptado, eran libres; si el raptado era esclavo, la condena era una multa; y, si era mujer, el raptor podía alegar que la había encontrado sola en la calle, sin acompañante y, por tanto, no podía saber si pertenecía a alguien (como puede verse, la valoración de la mujer, en aquella sociedad, tenía mucho que desear).

Hoy nos parecen barbaridades, que hemos superado por la civilización y el progreso; pero esto ha sucedido en todos los órdenes; por ejemplo, en la propia Iglesia, el Código de Teodosio ‑redactado en el 438 d .C.‑, que prohibía el culto a cualquier dios que no fuese el cristiano. Obligando a las iglesias cristianas a sujetarse a la iglesia católica, so pena de ser considerado caso contrario, de herejes entre los hechos que conllevaba la pena de muerte, estaba el convertir a un católico a otra religión, aunque existen, por supuesto, con anterioridad leyes más draconianas aún: las de Dracón de Tesalio (de ahí el nombre), autor de las primeras leyes de Atenas, año 621 a. C., código muy simple. ¿Efectivo? Sólo había una condena: Pena de muerte. ¿Había matado a alguien? Pena de muerte. ¿Había robado un animal? Pena de muerte. ¿Olvidaste pagar los impuestos? Pena de muerte. Y así todo. Afortunadamente, el sucesor de Dracón ‑Solón‑, anuló todo, salvo la pena de muerte por asesinato.

Como hemos visto en este último supuesto, la sociedad y sus dirigentes han ido evolucionando, reformando y modificando las leyes que los han ido regulando y ordenando en cada momento.

Sin embargo, hay que decir que donde no han existido normas, ha imperado el desorden y el caos. Por muy duras, blandas o abusivas ‑o pónganle el adjetivo que quieran‑, ha sido preferible la existencia de éstas, al no tener nada que sirviera de referente. Estamos hoy igual que en cualquier tiempo pasado o futuro, con la misma afirmación: lo que debe presidir y regir a nuestra sociedad y Estado debe ser el Derecho, algo que, en nuestro caso, heredamos de los romanos, de manera que todos aquellos, que prescinden o se saltan lo regulado por las normas, deben ser advertidos en un primer momento, y la persistencia en la vulneración y ataque a los cimientos que sustentan nuestra sociedad deben ser sancionados, para que entiendan que sólo con ellas la sociedad puede seguir avanzando y, de esa manera, se defienden los valores que encarna una sociedad como la nuestra: la libertad de todos, la igualdad y la justicia que debe regular esa convivencia en paz.

La Ley de la Selva es lo contrario; es la carencia de normas que regulen la convivencia, como ocurre en la Jungla, donde el fuerte se come al débil, el astuto, al confiado, el camuflado se aprovecha de su camuflaje para devorar al engañado por él… Todo son trampas y situaciones arbitrarias; en una sociedad así, la convivencia es imposible, ya que todos luchan exclusivamente por la subsistencia. Debe trasladarse esto a nuestra sociedad, regida por unas leyes y normas; la primera, de todas de las que emanan las demás, es la Constitución, de la que nuestro país ha tenido unas cuantas (entiendo que más de la cuenta) desde la otorgada de 1808, llamada Estatuto de Bayona, aunque quizás fue más una Carta de otorgación de José I Bonaparte (el famoso Pepe Botella) que Carta Magna, pasando por la de 1812, espléndida y llena de valores democráticos y cívicos (la de la “Viva la Pepa”) de las Cortes de Cádiz; y así otras muchas, hasta la actual de 1978, la que más ha permanecido vigente de todas, que puede reformarse y debe actualizarse a los nuevos tiempos, pero nunca vulnerarse mientras no sea modificada, pues nos llevaría ‑como ha quedado dicho‑ a la Selva, donde la libertad de todos estaría subordinada a las arbitrariedades de unos y otros y de aquel que demuestre, por la fuerza, que tiene más poder, con la pretensión de comerse o imponerse al que no se subyugue a su arbitrio. Esto no es procedente en sociedades que se consideren avanzadas y orientadas al progreso. Adonde nos puede llevar una sociedad antisistema, lo dicho, a la barbarie: la Selva. ¿No lo es lo ocurrido en Alsasua (Navarra), hechos lamentables y bochornosos, y es más grave aún en el mismo lugar, que una señora (lo de señora es tratamiento obligado, que no merecido) impidiendo a un cámara grabar y decirle al mismo:

—¿Por qué grabas?

—Porque en España hay libertad —respuesta del mismo y contesta la susodicha—.

—En España habrá libertad; aquí, no.

Ya ve si hay libertad, que autorizan una manifestación de protesta rodeando al Congreso, representante de la Soberanía popular, a pesar de que cualquier forma de coacción a dicha soberanía está tipificada como delito, así lo enuncia el artículo 494 del Código penal: «Incurrirán en la pena de prisión de seis meses a un año, o multa de doce a veinticuatro meses, los que promuevan, dirijan o presidan manifestaciones u otras clases de reuniones ante la Sede del Congreso de los Diputados, del Senado o de una Asamblea Legislativa de una Comunidad Autónoma, cuando estén reunidos, alterando su normal funcionamiento». Ese rodeo al Congreso creo que está en el límite, ya que entiendo que se puede protestar, pero sin coaccionar, pues hemos visto algunos ejemplos que han acabado mal, como en el caso de la Generalitat de Cataluña, donde impidieron el acceso a la misma; lógicamente, algunos de sus promotores o dirigentes tuvieron que verse con la justicia. Esperemos que, en este caso, no suceda lo mismo, porque serían sus responsables en puridad los posibles imputados, hoy investigados (nueva terminología); pero, como siempre y a pesar de todo, si sucediera, “la presunción de inocencia no podemos negársela a nadie”, aunque sí serían procesados en un proceso justo, con las garantías constitucionales, que nos protege a todos, de acuerdo con nuestra súper norma, que es la reguladora de esa convivencia democrática! Es la grandeza del sistema que los anti sistemas quieren abortar.

bellajarifa@hotmail.com

Deja una respuesta