Por Jesús Ferrer Criado.
Verano del sesenta y cuatro. Yo volvía en autostop desde Santiago a Sevilla. Terminada la carrera y con unos duros en el bolsillo, quería comerme el mundo y me atrevía con todo. Había salido de Osuna, con un macuto a la espalda, dirección Santiago de Compostela por Córdoba, Madrid, Valladolid, etc. Siempre en autostop; entonces estaba de moda y era una forma de viajar que proporcionaba un atractivo extra cuando ibas solo, porque el conductor que te recogía lo hacía buscando conversación y compañía, lo mismo que buscaba yo, además del transporte, claro.
A veces, incluso te invitaban, depende de cómo le cayeras. Yo intentaba no hacer de gorrón y corresponder, modestamente se entiende, lo cual sorprendía muchísimo a mis itinerantes anfitriones que daban por sentado que los jóvenes que viajábamos así, ni teníamos un duro, ni se nos ocurría soltarlo. El conductor ideal era el viajante: largos trayectos, solo, aburrido y naturalmente con ganas de hablar.
Tengo los mejores recuerdos de aquel viaje y de la cara de sorpresa que ponían los paisanos de Cedeira y Ortigueira, las Rías Altas, cuando les decía que yo era de Almería, la otra punta de España.
Digo que aquel verano volvía de Santiago y un buen hombre, viajante él, representante según recuerdo de jamones y chacinas, después de un largo trayecto, por el Camino de la Plata, en el que hablamos de todo, me dejó en Mérida, deseándome suerte. Eran las seis de una tarde de julio y la suerte consistía en que otro coche me llevara hasta Sevilla. Si no, tendría que pernoctar en Mérida: un día de retraso y un gasto añadido cuando ya mi faltriquera flaqueaba.
El autostop es un ejercicio de optimismo. No hace falta que se paren todos los coches. Sólo uno y que sea el adecuado; o sea, el que te lleve al sitio de un tirón. Luego está que el caritativo conductor sea, además, simpático, jovial, generoso y que no te restriegue lo bueno que es él por recogerte en la carretera.
Entre los finales sesenta y los primeros setenta, recorrí España en autostop y todavía recuerdo con desagrado a un tipo que me recogió en Hendaya y, en los treinta o cuarenta kilómetros que me llevó, no paró de echarme en cara que los andaluces ‑cometí el error de decirle mi origen‑ no se levantaran en armas contra la dictadura. Un etarra en ciernes, supongo. Pero eso es la excepción.
Digamos que a la salida de Mérida, en el lado derecho de la carretera de Andalucía, hay un muchacho, con facha de estudiante, levantando el dedo pulgar de la mano derecha ante los coches que se acercan en su dirección. A sus pies, hay un macuto azul. Hace mucho calor y todavía confía en llegar a Sevilla esa tarde. Ese individuo era yo.
Después de unos veinte minutos de espera, un Renault 4-L se detuvo a pocos metros de mí. El conductor, que iba solo, desde su lado me abrió la puerta.
—Pon el macuto atrás —me dijo con sequedad—. Yo voy a Sevilla, ¿y tú?
—Yo también —le sonreí, satisfecho por mi buena suerte—. Vamos, si usted me permite.
Era un tipo de unos treinta y tantos años, doce o catorce más que yo. Llevaba gafas oscuras y ya ostentaba una incipiente calvicie. A mí, que ya tenía una larga experiencia en conductores, no me pareció un tipo simpático ni comunicativo; lo que, unido al poco confort del coche, me hizo dudar de mi buena suerte. Tras unos minutos de silencio, abrió la guantera y me ofreció un cigarrillo.
—¿Fumas?
—Sí, gracias.
Tras las primeras caladas, como si eso hubiera roto un tabique invisible, me preguntó con interés:
—¿Y de dónde vienes, si se puede saber?
—De Santiago de Compostela. Me fui en autostop desde Sevilla hace ocho días y ahora vuelvo a casa.
—Galicia es una preciosidad. Yo he ido con cierta frecuencia por mi trabajo, pero nunca he podido quedarme lo que hubiera querido. O sea, ir de turista por aquí y por allí, sin prisas, disfrutando del paisaje.
Me alegré de que coincidiéramos en nuestro entusiasmo por Galicia. Eso planteaba un buen tema de conversación. Íbamos hacia el sur refiriendo anécdotas del norte; de Galicia: gastronomía, costumbres, sitios, curiosidades; y de un tema pasábamos a otro, cada vez más distendidos e incluso simpatizando en gustos y puntos de vista. Tuve la estupenda sensación ‑que cualquier autostopista que lea esto comprenderá‑ de que también él se alegraba de haberme recogido; la sensación de que yo también estaba aportando algo al viaje y que correspondía a su generosidad con una compañía amena y cordial que él agradecía.