Por Mariano Valcárcel González.
Es un pequeño empresario, un autónomo como miles, que se bate todos los días el cobre para llevar su negocio adelante.
Se arriñona moviendo cajas, ordenando el género, limpiando, clasificando, retirando lo que ya no se puede vender. Esperando. Ve pasar los días y los meses, los años, y todo va igual de rutinario.
Se levanta de buena madrugada para ir al “merca” a elegir mercancía. Tiene que ajustarse con los mayoristas y almacenistas que, a veces, son razonables y otras tratan de sacar oro de los géneros. Lucha diaria no pagada. Por tener lo mejor, por vender lo mejor, por no defraudar a la clientela, por no perderla.
No se queja. De chiquillo era un desastre; ahora, lo reconoce. La escuela no le gustaba; bueno, sí le gustaba jugar al fútbol con sus amigos y compañeros; como le gustaba salir en panda con los vecinos y otros para irse de descubiertas por otros barrios a riesgo calculado de recibir alguna que otra pedrada de los que sentían invadido su territorio. O irse por los campos a los aljibes de riego para bañarse, o meterse en algún frutal para coger lo de temporada, higos, melocotones, sandías o melones, irse a buscar habas verdes, correr de los guardas rurales y su tiro de cartucho de sal… Pues cierto era que algunas veces no se les ocurría más que el hacer algún destrozo o desaguisado así, por las buenas.
Los estudios, mejor ni plantearlos. No entraban dentro de su horizonte vital, aunque ciertamente es que nada entraba en ese horizonte. Aunque su padre tratase de aclararle las ideas y los gustos a base de correazos. Nada. Iba perdiendo el tiempo sin darse cuenta de ello, en la absurda seguridad de que nada le faltaría, que siempre viviría igual, que ahí habría siempre alguien para cobijarlo. Vivía en una infancia perpetua.
Hasta que llegó la mili y eso para él, al menos, sirvió «para hacerlo un hombre», como decían las gentes de los pueblos. Dos cosas imprescindibles, según el vulgo, eran necesarias para hacerse un hombre; una, fumar por primera vez (al menos ante el padre); la otra, ir de putas por primera vez también (o ser desvirgado). Esas cosas las cumplió, con creces. Allí se dio cuenta, acompañando al vistadel regimiento, que tratando con mercaderes y proveedores se podían hacer negocios que resultasen rentables (y al vista le rentaban sus tratos sin duda). Aprendió a conocer las mercancías, su estado, a admitirlas o rechazarlas según la cotización más que oficial, la particular que se aplicaba por lo anterior. Aprendió el chalaneo especial del mercado. Se dijo a sí mismo que tenía cualidades para el negocio y que ese debía ser el camino que tomar para construirse un futuro.
Tras el servicio militar, se contrató de mozo con un almacenista de frutas, para asombro de sus padres. El trabajo era duro y, como es normal en España, mal pagado; pero él quería aprender más y entrar en el mundillo. También contactó con los carniceros y los pescaderos. De todos, le interesaba lo que en esos negocios se hacía y cómo se llevaban. Nunca, en su vida, le había interesado tanto aprender.
Tras unos años, convino en que ya era hora de independizarse. Conocía el terreno y todas sus características, las buenas y las malas. Conocía a los almacenistas y proveedores y ellos lo conocían a él. Había generado, en torno a sí, un clima de confianza, de seriedad y estima personal, que le podían facilitar el despegue. Surgió la oportunidad del traspaso de una tienda de barrio y logró el préstamo para negociarlo. Transformó aquel agujero, lleno de sacos y estanterías, en un local abierto, luminoso, moderno y completo de lo necesario, para tener además de los ultramarinos clásicos, congelados, algunas carnes, chacinas, fruta…
Joven y con ánimo, no le faltó clientela. Ni trabajo, ciertamente. Las cosas de la vida le vinieron rodadas y se ennovió, se casó y tuvo dos hijos. La esposa, como que no era muy espabilada para la cosa del negocio (o se hacía la tonta para no caer en tareas de la tienda, además de las de la casa), no interfería ni para bien ni para mal. Él seguía deslomándose con sus cajas, sus sacos, sus amaneceres tempraneros, hiciese frío o calor, su furgoneta de carga y reparto (porque también repartía una vez cerrada la tienda). El pelo se le volvió blanco y su cuerpo más parecía el de un asceta que el de un honrado tendero.
Pasaron los años y los hijos se hicieron mayores. No eran precisamente unos linces de los estudios ni lo intentaban. La salida hacia la formación profesional la llevaban a trancas y barrancas, apenas superando los cursos. Pedían su paga semanal, como si de veras hubiesen hecho algo para merecerla, y la pedían pronta y abundante, que el padre ganaba un buen dinero. Cuando él se encabronaba y denegaba tal impuesto revolucionario, la madre se ponía de parte de los vástagos y le obligaba a ceder, a pagar…
Ni que decir tiene que por la tienda, o por el “merca” en las mañanas, o por la furgoneta para repartir, no aparecían los dos elementos, que eso no era trabajo para ellos. El sofá de la casa conocía perfectamente las medidas corporales de los dos. Así que solo, tremendamente cansado y solo, él seguía mañanas y tardes en su tienda, con sus almacenistas, en sus repartos, sin pedir ni aceptar ya ayuda, si se la hubiesen brindado… Pensando que qué mal habría hecho para que le cayese tanta desgracia. Rumiando su desilusión.
Un vaso de vino y un cigarro y a la cama. A empezar otra jornada.