El inspector

Perfil

Por Mariano Valcárcel González.

Adquiría el tono violáceo, inconfundible, del que está preso de un ataque de ira y a la vez con una tensión sanguínea muy alterada, al alza. Cuando ello sucedía, los que lo conocían procuraban ir perdiéndose de su entorno, evaporarse contra las normas físicas, pero hacerlo sin dilación, con disimulo, más que manifiestamente; pues, si en ese movimiento evasivo eran descubiertos, la ira se concentraba en ellos de forma contundente; vamos, que recibían los guantazos que de inmediato se desataban tras un braceado incontrolado y un avance total de la mole corporal del iracundo.

Los avisados, como se ha referido, se escurrían y, seguros en sus escondrijos, observaban gozosos o apesadumbrados, según quien fuese el afectado, las manos de guantazos que el rostro del desafortunado tenía que recibir.

Acompañábase tal castigo, en su creciente violencia, de frases admonitorias en bajísimo tono al principio, que tal que iban in crescendo acababan transformadas en simples sílabas o meras interjecciones gritadas.

Cuando su cuerpo llegaba al clímax, avisando de la inminente crisis, terminaba dándole un empujón al receptor de la tunda y, en apariencia, caía en un tremendo cansancio, en una aguda laxitud. Como si hubiese perdido, tras el transcurrir de la acción punitiva, la energía que aquel cuerpo contenía así, de golpe; y, en efecto, que se observaba como un derrumbe, como un desinflar de odre, como la relajación tras acto sexual; hasta se le advertía cierta disminución física en un proceso de deterioro y arrugamiento. Cosa extraordinaria: el gigante cambiaba a enano.

Quedaba el sujeto agredido, con razón o la mayoría de las veces sin ella, libre de la continuidad del castigo, más bien vejado y lesionado; lesiones que unas veces afectaban al labio, otras a la nariz; y los oídos casi siempre quedaban doloridos con sonoridades agudas rugiendo por los vericuetos internos del cerebro.

Los superiores amonestaban al verdugo de manera harto floja y por cumplir, estando bien de acuerdo en que la disciplina y la corrección se imponían así mejor que con paños calientes y buenas palabritas, pero temiendo, desde luego, que aquello alguna vez se les escapara de las manos y pasase a mayores, con imprevisibles consecuencias.

El sujeto, al principio, argumentaba en defensa de sus métodos como serlos de muy alta eficacia (cosa que no le era desmentida). Ante la insistencia en la crítica llegó a manifestar que aquello a él le era muy penoso personalmente y hasta físicamente, lo que no dejaba de ser cierto según los síntomas descritos. Cuando seguían porfiándole en el intento de que alterase en algo su conducta, quien alteró la respuesta fue él, que acabó por dar la callada por respuesta y seguir haciendo lo que le pedía su instinto o su locura.

Bajo su imperio, cuando estaba presente, caían los subordinados en un estado de preventivo terror. Se consumían más energías en observarlo, en adivinar lo que pretendía o deseaba, saber hacia quién o a quienes lanzaría su próxima acción correctora, que ejercer correctamente la tarea asignada. Era más probable la equivocación que la eficacia; y, con la equivocación, la reacción subsiguiente. Acción, reacción.

Ante el estado de tensión perpetua, los cuerpos normales acaban reventando por sus costuras y el del abominado por todos no era sobrenatural, se fagocitó a sí mismo con su propio odio y su misma rabia dirigida contra todos. Se consumió.

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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