Por Mariano Valcárcel González.
Adquiría el tono violáceo, inconfundible, del que está preso de un ataque de ira y a la vez con una tensión sanguínea muy alterada, al alza. Cuando ello sucedía, los que lo conocían procuraban ir perdiéndose de su entorno, evaporarse contra las normas físicas, pero hacerlo sin dilación, con disimulo, más que manifiestamente; pues, si en ese movimiento evasivo eran descubiertos, la ira se concentraba en ellos de forma contundente; vamos, que recibían los guantazos que de inmediato se desataban tras un braceado incontrolado y un avance total de la mole corporal del iracundo.