Viaje al «Imperio del sol naciente», 10

08-03-2012.

Ya lo había oído comentar aquí en Suiza y ellos, es decir Joji y su joven secretario Jun, me confirmaron con cierta sonrisa que la sociedad japonesa sigue siendo bastante machista. Tal y como están diseñados, decía Joji, la educación y el trabajo no favorecen la mezcla de sexos. En lo primero, porque solamente 1/3 de la mujeres accede a los estudios universitarios; y en lo segundo, porque, aunque con títulos universitarios, no llegan al 10% las que consiguen alcanzar un puesto de dirigente político o empresarial.

Es verdad que la juventud de hoy se mezcla algo más; sin embargo, las obligaciones y coacciones profesionales no facilitan el encuentro. Las mujeres obtienen un trabajo hacia los veinte años con un salario inferior al de los hombres y se da por supuesto que van a dimitir cuando se casan. Una vez casadas, la mayor parte de ellas no sólo se acomodan a su nueva situación, sino que parece que se complacen en ella, porque se convierten en las verdaderas dueñas del hogar. Ellas se ocupan de la educación de los niños; son ellas quienes deciden mudar de casa si es necesario y ellas son quienes administran el dinero: el marido le entrega a su esposa el salario y, a su vez, recibe “su paga”, que normalmente se la gasta tomando copas con los amigos, a la salida del trabajo.

Cuando yo oía esto, les dije que esa situación se parecía al modelo de familia española que yo conocí antes de irme a Suiza.

—¿Pero no reaccionan las jóvenes japonesas? —preguntó Angèle—.

A lo que Jun respondió diciendo que quizás la extravagante evolución de la moda femenina sea hoy el escenario en donde se manifiesta la emancipación de las jóvenes japonesas, sin saberse exactamente adónde o a qué conduce.

Algo se sorprendieron cuando les dije que, viendo la tele, me había parecido que el papel de las presentadoras consiste en hacer con la cabeza movimientos afirmativos a todo lo que dice y cuenta el presentador. Son una especie de preciosas y aniñadas muñequitas de porcelana que sonríen y cabecean mirando a la cámara. ¿No es esto una prolongación del papel secundario que ocupa la mujer en la sociedad japonesa?

—No hay que fiarse de las apariencias —dijo Jun—, porque una cosa es la imagen complaciente y sumisa que la mujer quiere preservar ante el público y otra cosa es la realidad del hogar. La mujer japonesa no es tan dócil ni tan conformista como pensáis los occidentales.

—De todas maneras —intervino Joji—, lo cierto es que, tanto en la vida social como en la doméstica, el concepto de avenencia, de entendimiento y de equilibrio sigue siendo una regla básica que se respeta en Japón. Y que creo procede del Confucionismo ¿no es así Jun?

—Efectivamente —apuntilló éste—. A los japoneses no nos gusta llamar la atención: en Japón hay un refrán que dice así: «Clavo que sobresale hay que remacharlo». La noción de armonía social, familiar y personal es un legado del Confucionismo. De ahí que los japoneses hagamos todo lo posible por evitar conflictos de cualquier tipo y que prefiramos el consenso.

Conforme se desarrollaba el diálogo, pude darme cuenta de que Joji y Jun nunca se contradijeron entre sí y que raramente emitieron una apreciación francamente personal. Cuando no estaban seguros de algo, en vez de decir las cosas directamente, más bien preferían navegar entre el sí y el no o abundar en lo que decía el otro.

Angèle resaltó los modales de considerable amabilidad y de sonriente deferencia con que, especialmente, las dependientas acogían a los clientes en cualquier tipo de comercio, bar, restaurante, hotel. Y aquí fue Anouschka la que respondió, diciendo:

—Mamá, en ese contexto, la sonrisa no es ni mentira ni verdad, en el sentido de que no refleja el estado de ánimo de la persona: es un comportamiento cultural que impone la obligación de esconder las preocupaciones personales detrás de una fachada risueña.

A esto miré el reloj y vi que eran las 15h bien pasadas. Agradecimos el convite y la agradable compañía, y salimos para la estación. Dentro de una hora debíamos estar en el tren que nos llevaría a Kyoto, la ciudad imperial por excelencia, con sus cerca de dos mil templos, antigua tierra de samuráis y de geishas.

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