Vacaciones 2010, 2

27-07-2010.
Las más económicas
Tengo el sueño tan atrasado
que nunca me alcanza.
(Enrique José Hinojosa Baca).

—Vengo a depilar.
—No he solicitado este servicio.
No me hizo caso: me destapó sonriendo y me rasuró de cintura para abajo. Cuando me dijo «Dese la vuelta» y siguió por las partes púdicas y las impúdicas fue cuando pensé que allí iba a haber más que barbacoa.
Este año hemos podido pasar una quincena en un pequeño apartamento con cama individual especial y mando a distancia y cinco posiciones a elegir y sofá‑cama gratis de acompañante, ropa de cama incluida, también camisón de dormir con anagrama del centro (abierto por detrás para mayor comodidad), servicio de habitaciones y limpieza, toallas, bolsa de aseo, cuarto de baño con ventana exterior, aislado de ruidos, aire acondicionado y… totalmente gratis a cambio de muy pocas molestias.
Por la comida y bebida no tienes que preocuparte, porque te la dan libre de grasas y supervisada por un equipo especializado. En la habitación hay TV y servicio de internet (no incluidos en el precio).
—Que no; que no ha sido por enchufe político ni me ha tocado en la tapa de los danones.
Me desperté a las 11 de la noche y me encontré en una sala extremadamente fría con un biombo a cada lado de la cama que impedían ver a los vecinos. Como tenía libre la mano izquierda, empecé a explorar por palpación y mis dedos tropezaron de pronto con una gomilla redonda que se me antojó culebrilla de río. La seguí a lo largo de toda su longitud. Por la izquierda, desembocaba en una bolsa de plástico que colgaba del borde de la cama con algún contenido que no pude distinguir. Por la derecha, noto con asombro que, al llegar al pene, seguía recorrido interno hasta, supongo, la vejiga urinaria.
La mano derecha, envidiosa, también quiso investigar y se encontró, a la altura de la barriga, con un gran esparadrapo que tapaba cierta incógnita, pero que pensé sería mejor no “tocallo”. Al lado, había otra gran bolsa con otro contenido imposible de averiguar, dada la poca luminosidad de la sala. Quise entonces llamar a alguien, pero no conseguí hacer suficiente ruido. Los dedos de ambas manos se encontraron con otros tubos que entraban por la nariz y otra gomilla‑sonda que bajaba hasta el estómago. De camino, tiré al suelo una manta (luego me dijeron que salí de la operación como polluelo en igloo).
Empecé a recordar la cara del “fontanero” (en realidad, el “fontanero” es don Manuel López Cantarero, profesor titular en la Facultad de Medicina y cirujano de gran renombre), que horas antes me sonreía amistosamente bajo la luz intensa del quirófano. Hombre corpulento de 1,90 m de altura y más de 100 kilos de peso y con unas manazas… como se pueden suponer. (Ver imagen 1, que demuestra la necesidad de tamaña longitud para que este operario pudiera maniobrar).
Haciéndose el gracioso me pregunta:
—¿Prefieres una enfermera guapa pero que está empezando o una menos agraciada pero eficaz en sus funciones?
—Si es posible —le dije, acercando mi boca a su oído—, prefiero mitad de una y mitad de otra.
Hecho.
Desde entonces, me atendió una enfermera fea y patosa. Pero con unos cuantos intentos fallidos, siete moratones en el vientre, nueve «Huy, perdón, que esta pastilla es para la señora de la 227» y otros pormenores, pude hacer que entrara con buen pie en su linda profesión. ¡Cuesta tan poco hacer feliz a la gente!
A las 16 horas de la operación, ya en mi habitación, me dice el cirujano:
—Que te levantes.
Le enseñé los dientes, desafiante.
—¿Yo te he hecho algo en los pies? —me razonó—.
—¿Y a usted le han operado del colon alguna vez?
La cosa quedó en tablas, pero a continuación me dijo:
—Quiero que te cepilles los dientes dos veces al día.
A mí me dio por reír, porque minutos antes me decía que estaría ocho días sin comer por la boca: que lo haría a través del tubito que la enfermera pudo al fin engancharme en la yugular izquierda, después de haberlo intentado tres veces en la derecha.
Prometí hacerle caso e incluso, como aportación personal, prometí que también me lavaría las manos antes y después de las “comidas” y, aquella misma tarde, además, le dije a mi compañera que me comprara un hilo dental para despejar las molestas esquirlas de los rinconcillos de las muelas.
Así eran nuestras entrevistas. Recuerdo que unos días antes de darme el alta le pregunté:
—¿Después de la operación podré jugar al tenis?
—Pues claro que sí; en cuanto te recuperes en unos días.
—Cuánto me alegro, porque hasta hoy no sé ni cómo se agarra la raqueta.
Tengo el vientre musculoso cual tableta de chocolate a estilo Ronaldo con liposucción incluida. (Ver figura 2). Eso es lo que indicaba la propaganda. En realidad te lo dejan con el chocolate rajao, como si la tableta se le hubiera caído, de las manos al suelo, a esa aprendiz de enfermera. (Ver figura 1).
La herida en sí (ver otra vez figura 1) tiene su porqué. Le dije al “carnicero” (en realidad, el “carnicero” es don Manuel López Cantarero, profesor titular en la Facultad de Medicina y cirujano de gran renombre) que, con vistas al posible alzheimer, me tatuara el camino entre mi casa y el café del dominó. Así lo hizo, incluida la media rotonda que hay frente al cuartel de la guardia civil.
La herida interior no puedo mostrarla, pero sí os mando unas figuras para que os hagáis una idea de cómo actuó “el virtuoso de la aguja” (en realidad, el “virtuoso de la aguja” es don Manuel López Cantarero, profesor titular en la Facultad de Medicina y cirujano de gran renombre) basándome en su descripción:

—Por dentro te he puesto un falso punto de cruz con grapadora interna y por fuera un bonito recamado con realces de encaje de bolillos. (Ver figuras 3 y 4).

Quiero advertir que no todo lo hacían bien. El bronceado de hospital, por ejemplo, es parcial: te untan generosamente con betadín la parte delantera del cuerpo y tú tienes que apañártelas por la espalda si quieres que no desentonen mucho.
El próximo verano, si la “señora doña Quimio” me lo permite, pienso quitarme unas piedrecillas que tengo en la vesícula. Escogeré, si es posible, la última quincena de agosto, que es cuando están los médicos sudamericanos y las enfermeras novatas de prácticas. Todo sea por ayudar a la ciencia.
Recuerdo con cariño a mi familia, a los compañeros de la Asociación, especialmente a Dionisio por sus ánimos. A mi hermanísimo Rafael por ser el “culpable” de que esto escriba, cuando me dejaba arrastrar por los recuerdos del mar… «Si muero, dejad el balcón abierto» y todo eso… pero, que sea a partir de las siete de la tarde para que entre fresquito. ¡Y la de libros que me han regalado! Gracias.
Mañana os mandaré el tercer y último capítulo de estas Vacaciones 2010.

Deja una respuesta