Adiós desde los cerros, 2

30-06-2010.
El tiempo, siempre tan valioso para Burguillos, más tenía ya de verdugo que de esperanza. La promesa de una visita… El pájaro que incuba confiado entre las flores de una maceta… Todo tan teñido de provisionalidad lo percibía que apenas lo disfrutaba. El «¿Cuándo?» pasó a ser una categoría en su vivir cotidiano.

Pero a veces, en ese tiempo frágil, dolorido e incierto, sin buscarlo le aparecía como una bendición de algún amigo extraviado que le confortaba. 0 algún suceso conmovedor…
Fue en la madrugada. Sonaba, sonaba y volvía a sonar el teléfono, inmisericorde, frenético. De aquellos niños de nuestras colonias veraniegas, un hombre ya, le llamaba para despedirse… Se iba a suicidar.
Otra música le llegó de Noblejas… Treinta años por medio. Y, sin aviso alguno, se presentó. Venía derramando recuerdos, abrazos, emoción. Le llenó la casa, la tarde y el alma toda con su sencillez cautivadora y el encanto de una espléndida familia. El bueno de David Escudero.
A unos y a otros ‑a todo el que le escuchaba‑, aun a sabiendas de su condena, Burguillos les hablaba animado. Tal vez por inercia. O acaso porque aún no había perdido el son de la vida. Y les hablaba de la ilusión por vivir, del amor y de un país donde crecer: el futuro. Y lo hacía con el mismo jugo, con el ardor de siempre.
Y a solas ya, reflexionaba y admitía que él era ya un hombre sin futuro, sin caminos. Toda su vida se satisfizo barajando caminos abiertos, posibilidades, opciones tentadoras, realizables. Que sus jesuitas se le ponían ríspidos e inaguantables, él siempre tenía en la mano la rosa del caminante… Y cuantas veces hubo de abandonarles, otros caminos halló. Y medró sensiblemente en todo. Pero hoy… ya no… «Hoy, todas las rutas ‑se decía‑ me llevan al mismo despeñadero…».
Hace días, alguien le dejó en el buzón unos cuadernos sobre la canonización del trapense H. Rafael. ¿Un milagro para Burguillos? En el instante que supo de su trágica selección desechó todo recurso divino. Demasiada vida magullada mientras clamaba luz y decisión. Juzgar y resolver. Funciones tan elementales que cualquier analfabeto dispone y realiza atinadamente. Con peor suerte que a Bartimeo se le secaba la boca en el Domine, Domine, fac ut videam Señor, Señor, haz que veaY, cuando agarrado con pasión al ideal le crujían las muñecas, precisa y puntual la cizalla de la indecisión le segaba los dedos.
Todos sus padecimientos serios fueron congénitos, incurables. Su temblor, la indecisión, la psoriasis, las afecciones respiratorias que le averiaban la voz… y que le impedían modular, abrillantar, tornear las palabras cuando hablaba. ¿Por qué éste iba a ser reversible? Si es la guinda…
Con la misma certeza con que el alumno que entregó el examen en blanco da un vistazo a la lista de resultados, acudió Burguillos a comprobar la índole de su tumor. ¡Qué desolación comporta la desesperanza! Es, sin dudarlo, más desgarradora cuando surge tras el falso consuelo de una expectación ilusiva. Y es que entonces, como dijo un poeta, «la espera es una ausente melodía / nostálgica, sin luz ni mediodía».
A la viva conciencia de ser la mano pordiosera de una contingencia, a veces le acompañaban horas, días de bonanza. Y entonces asomaba la idea gratificante de que Dios había sido generoso con él, porque le había marcado con antelación su inexorable embarque. Y le había regalado un cupo de paz. Y sentía débilmente traspasado el fondo turbio e impreciso de su increencia. Entonces, animadillo y sin tenerlas todas consigo, algo le parloteaba a Dios:
«Señor, toda una vida luchando. Tanto deseo, tanta angustia por mantener contigo una frágil amistad… Y consientes que ya, tan al final, dude, presienta si no habrá sido todo una ilusión… un espejismo con la nada. ¡Cuántas veces, Señor, he pensado que ‑seas real o un montaje‑ me has roto la vida! Me sedujiste bien jovencito con el seguimiento de Jesús. Euntes ergo docete… Sine saculo neque pera… Id, pues, enseñad… Sin bolsa ni maleta… Y yo renuncié a todo: familia, amor, libertad…
Entusiasmado, me enrolé en tus banderas. Y nunca, por más que tanto te lo imploré desgarrado, nunca me diste arrestos para jugarme la vida en tus causas. Ni me dejaste libre para vivir mi vida: la vida de un hombre normal. A tono con mis disposiciones, tendencias y debilidades, no ambicioné fortuna, porque ¿de qué me valía si perdía mi alma…? ¡Cuántas veces me impediste apurar el intercambio de unos labios enloquecedores! O me subrayaste el gozo desbordado de un abrazo íntimo, desnudo, sobre el césped florido, con el acíbar del arrepentimiento. Un aguafiestas fuiste en mi juventud ferviente.
A veces recuerdo oportunidades de oro desaprovechadas heroicamente. Y me pregunto si mereció la pena… Bien podías habérteme eclipsado entonces, cuando me bramaba la sangre, y manos y brazos se me rebelaban de no abrazar. Y el sexo, de no fornicar.
Y no sé por qué, aun en mi tiniebla, pienso que hacer el bien siempre es importante. Ni siquiera el fulgor de la Naturaleza pude aspirar y disfrutar en sí mismo, sin trascenderle y vincularle a tu Providencia».

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