30-04-2010.
Es triste constatarlo, pero así es. La enseñanza clásica de la negociación está en principio desprovista de toda connotación ética.
Esto es particularmente verdad, hablando de la Teoría de Juegos, donde, en el intento de modelización matemática de la competición humana, no entra jamás en consideración otra cosa que no sea “la ganancia que yo puedo obtener, siguiendo tal estrategia o tal otra”. No interesa in recto lo que el otro puede perder o los daños de toda clase que para el otro puede significar una pérdida. Incluso en los juegos cooperativos, la ganancia del otro me interesa, en tanto en cuanto lo que el otro gane conlleva también una ganancia para mí. Toda la jerga clásica: la filosofía win-win ‘ganar-ganar’ de Ury y Fisher, el efecto de sinergia ‘acción de dos o más causas cuyo efecto es superior a la suma de los efectos individuales’, o el mantenimiento de una relación permanente con el otro, con vistas a futuras ganancias.
Dos interrogaciones se nos plantean. La primera y más importante es la incidencia de las restricciones y frenos éticos sobre nuestro comportamiento. La segunda es de orden moral: ¿cómo escribir, enseñar y construir el saber, compaginando inteligencia negociadora con sentido de solidaridad humana, en toda forma de interacción humana?
Ética y racionalidad
¿Es racional la incorporación de los filtros éticos en el comportamiento?
A lo largo de la evolución de las especies, la autopercepción del propio cuerpo se va amplificando en los animales, hasta la eclosión deslumbrante de la conciencia humana. Con la conciencia, aparece también la percepción emocional de los valores éticos. Estos valores, vistos como entidades “absolutas”, susceptibles de controlar en cada ocasión concreta ‑positiva y negativamente‑ la puesta en marcha o el freno de tal o cual programa de comportamiento.
Ética y racionalidad son algo que inhibe, selecciona o depura los comportamientos instintivos. Nace este filtro al nivel de la involución sobre sí mismo y la iluminación que supone en el cerebro la emergencia de la conciencia. En este sentido, la biología se asocia perfectamente a ese concepto amplio de racionalidad que aparece en el sentido kantiano de la obligación moral como praktische Vernunft ‘razón práctica’.
Los reflejos éticos constituyen de nuevo un filtro para el hombre, y para la parte actuante de su cerebro, al mismo título que el de la racionalidad. Pero ¿dónde situar la ética en el cerebro?
Con un sentido más restringido se habla en la Teoría de Juegos (y sus prolongaciones económicas). Es una racionalidad que prescinde de los valores y de la ética. Esta última racionalidad se inscribe seguramente en esa corriente científica de la independencia absoluta de la ciencia; en la naturaleza absoluta y casi divina del saber como horizonte ilimitable, y en la asunción gratuita de su carácter aséptico y éticamente neutro. En función de estos principios, los físicos desarrollaron primero la teoría y después las bombas nucleares. O los genetistas entraron en la manipulación genética.
Afortunadamente, nuestra época va tomando conciencia poco a poco de los límites voluntarios que han de ser impuestos al desarrollo de las ciencias de la naturaleza. La cuestión de los límites es probablemente más clara y, desde hace tiempo, en lo que se refiere a las disciplinas de las ciencias humanas. Por dar un ejemplo, ya Max Weber apuntaba que siempre hay un reverso ético en las ciencias económicas.
¿Cómo puede un profesor justificarse moralmente de explicar a sus estudiantes, en el marco de las lecciones de Teoría de la Negociación, la manera de convertirse en agresores de los otros, en los verdaderos depredadores?
Una primera y simple respuesta consiste en decirse que no hay que olvidar que los depredadores, más o menos solapados, existen por todas partes. No es posible vivir en sociedad ignorando la existencia de esa clase de personas. Hay que hablar de sus agresiones, y estudiar sus artilugios y sus maniobras éticamente deshonestas.
Queda sin embargo aún abierta la verdadera cuestión: ¿es éticamente compatible el jugar a ganar y estar en paz con la propia conciencia?
Enfoquémosla desde tres perspectivas en pugna y en busca de equilibrio.
La energía
El aporte de energía
Ningún principio, ningún prejuicio filosófico justifica el que ignoremos o neguemos la base animal de la especie humana. Hobbes escribió la tantas veces repetida frase (que viene de Plauto) Homo homini lupus ‘el hombre es un lobo para todo hombre’.
Más aún: ciertas formas de bondad no son más que una máscara o artificio para camuflar la propia debilidad. Hay gente que es (o parece) buena porque ni su fuerza ni su inteligencia les permite ser otra cosa.
Al menos, cuando las finalidades perseguidas son honorables y dignas ‑y lo son menos las del adversario‑ hay que entrar a fondo en el combate. Lo contrario es pereza o es mediocridad.
La ética
La corrección (fairness) con el otro.
Amor, juego o combate: he aquí tres aspectos del problema. El juego, en lo que tiene de deporte, no está ni más allá ni más acá de la ética. Cae fuera de ella. No se le aplican sus reglas por lo que el juego deportivo tiene de “no verdad”, de no serio. Pero no así la guerra o el combate.
Estamos ante un grave problema. Un campo en el que se confrontan todas las morales y sus posiciones diversas. Lo grave es que no podamos encontrar un sólido fundamento de la moral y que no encontremos justificación satisfactoria para un “imperativo categórico” del deber.
No es lo mismo la actitud de Jesús que la de Mahoma o la de Buda. La moral de un Alioscha en Los hermanos Karamazov de Dostoiewski, o de un Francisco de Asís, no tienen nada que ver con el Oráculo manual de Baltasar Gracián o con El príncipe de Macchiavelli o con el Contrato social de J. J. Rousseau.
Uno de los debates clásicos giraba en torno a la bondad de los fines y al uso de los medios. ¿El fin justifica los medios? Recuérdese la moral comunista. Y, en cuanto a la bondad en los medios, ¿es legítimo que uno se apoye en la imbecilidad del otro, o como en el jujitsu, en la fuerza, en el poder, en la ambición, en los villanos defectos del otro?
El otro es también una persona. Y hasta puede que sea una pobre persona. No hay derecho a destruirlo psíquica o materialmente para satisfacer mi ambición por lo superfluo, o para satisfacer la vanidad de haber obtenido una victoria física o intelectual.
Como, en el plano de la competición comercial y en nombre del sacrosanto liberalismo capitalista, tampoco hay derecho a taparse los ojos ante las personas ‑como si fueran números‑ que sufren las consecuencias de las guerras comerciales despiadadas.
Para su estabilidad, para poder seguir adelante, el mundo tiene necesidad del ingrediente de la bondad. Pero también de inteligencia. Sin ellas, la Gran Bola no da sus vueltas correctamente. Si nos guiamos solamente por nuestros instintos de depredadores, la sociedad se convierte en un infierno: Jesús contra Darwin.
Para el que ve las cosas desde el ángulo de la trascendencia, y no forzosamente desde una fe particular, la obra de Dios sobre la tierra es sembrar el bien, y nosotros debemos ser su prolongación y su instrumento.
La inteligencia
Buenos, sí. Pero no tontos.
Si no hay razón para dejarse ganar por los otros en bondad y generosidad, tampoco la hay para dejarse ganar en inteligencia. Hay una competición que es noble: la del trabajo. Como es noble el compromiso con los grandes ideales sociales y el empeñarse a fondo en batallas sociales por una causa elevada.
Abrir los ojos, saber lo que sucede en torno a sí mismo, estar atento a las astucias de los otros, saberlas interpretar e interceptar es una forma superior de inteligencia. No hay que resignarse a ser el pichón sobre el que tira cualquiera.
Yo puedo ser muy moral, pero el otro no siempre lo es. Ni en cuanto persona, ni en sus objetivos, ni en sus tácticas de comportamiento negociador. En esos casos, quizás quede justificado el uso de la inteligencia, y hasta quizás el de la fuerza, para defenderse o para alcanzar objetivos elevados.
Las situaciones de interacción humana, que se ofrecen a nuestro análisis, presentan una vasta gama de variaciones. La guerra militar es una cosa. La competición comercial o los conflictos de familia, son otra. Por ello, el negociador inteligente se dota de una panoplia de respuestas de un tenor ético en correspondencia con cada tipo de situación.
Hay confrontaciones en las que las dos partes tienen su parte de razón, y los objetivos de los negociadores pueden ser tan honorables los de uno como los de otro. En ese caso, ¿por qué no aceptar la idea misma de una lucha honorable, que se mantenga dentro de un código de moralidad limitado por unas reglas? Es ese el campo de choque de dos inteligencias, con tal de que respeten unas reglas de juego que limiten los riesgos y el daño que se puede infligir al adversario.
¿Cómo conciliar la ética, la energía y la inteligencia?
La integración de las tres dimensiones del comportamiento humano da lugar a un dificilísimo equilibrio entre fuerzas contrapuestas. Es cómoda, sin duda, la visión simplista desde uno solo de los tres enfoques. Pero también es inaceptable.
La ética, la energía y la inteligencia imponen ciertamente barreras y entredichos que no hay que traspasar. ¿Pero dónde se ha de situar el individuo y qué posición ha de tomar en el interior del campo delimitado por esos tres polos? ¿Es una cuestión de mesotes (término griego que designa el término medio, equilibrio o prudencia de posiciones intermedias; como decía el viejo maestro Aristóteles: «Pan metrion, ariston» ‘lo mejor es lo mesurado’)? ¿O, por el contrario, la ética es una posición de excelencia o acrotes, como decía el mismo Aristóteles y apunta el filósofo Nicolai Hartmann?
Penetremos algo más en las contradicciones que la cuestión nos plantea.
¿Los valores que fundamentan la ética pueden ir contra el principio de la supervivencia? ¿Pueden erigirse contra esa ley universal (¿divina?) de la economía general de la organización de lo viviente que impone sobrevivir, tanto la especie como el individuo, gracias a la muerte y a la destrucción de otros organismos inferiores?
Por otro lado, los valores son, como decía Max Scheler «objetos intencionales del sentir», es decir, fundados en principios emocionales. En términos más claros, puros sentimientos. El entendimiento es ciego a los valores.
El sentimiento de lo que es bueno y de lo que es malo, y hasta el sentimiento estético de la acción noble, ¿podrían ser la sola motivación para abandonar las actitudes egoístas, para sensibilizarnos al mal que infligimos al otro cuando perseguimos ciegamente nuestros intereses personales?
Un ingrediente de racionalidad comienza ya a aparecer desde el momento en que consideramos la dimensión social de la acción del individuo. El principio de la solidaridad humana es necesario para la estabilidad del mundo y para el bien de la especie, en contra tal vez del bien del individuo. No podemos aceptar la aparente lógica de ese evidente sofisma del capitalismo, cuando pretende que hay que competir por ser ricos, porque «haciéndonos ricos hay menos pobres».
Se dan, sin embargo, con mucha frecuencia formas espurias de ética que son pura cobardía. Son, más bien, un refugio confortable para los que no se arriesgan, participando en la lucha que impone la ley universal de la competición a la que hemos aludido anteriormente.
Como también hay pretextos, aparentemente éticos, que inducen a algunas personas a actitudes peligrosamente mesiánicas con respecto a los demás. El mesianismo puede ser una variante sutil y refinada de narcisismo, además de que, casi siempre, es una autoexaltación totalmente irrealista e infundada.
Las consideraciones que preceden muestran, al menos, la dificultad de atinar con una posición justa. No podemos tampoco olvidar que la moralidad es una cuestión personal. No porque no existan valores absolutos, que todos debemos respetar, sino porque sería estúpido ignorar el relativismo que impone la evolución de las normas éticas a través de la historia de las culturas.
En suma, ni imperativo categórico, ni siquiera una fundamentación religiosa con carácter universal. Optamos por la búsqueda permanente de una plenitud de sentido con la que llenar cada hora y cada interacción humana. La altura ética de los comportamientos viene de la conformidad con nuestra verdad ontológica de seres sociales, solidarios con nuestros compañeros de viaje sobre la tierra y en el tiempo efímero que vivimos. Lo que induce, en la acción del hombre, la jerarquía de los valores que nos motivan, una apertura a la trascendencia y esa plenitud de sentido a la vez ético y estético, que le dan sabor y sustancia al cada día.