Las décadas, 18

10-04-2010.

Mágina, 18
Como el sábado por la mañana tenían que reunirse para preparar el partido del día siguiente en Villanueva del Arzobispo, a la salida de la misa del viernes y camino del refectorio, te pidió Antonio Lanzat si os podíais ver en el campo de deportes un cuarto de hora antes de que llegaran los demás.
—Tenemos que contarnos en qué quedaron nuestras respectivas entrevistas.

Sentados en una de las altas y espaciosas gradas del campo de deportes de la Primera División, los dos amigos manifestaron con cierta decepción sus fracasados careos. Ninguno de los dos esperaba tal resultado. Y los dos coincidían, también, en que tanto las declaraciones de Paco Redondo, el “Maestro”, como las de Aquilino Muñoz, el “Aguilucho”, les parecían de una sinceridad irreprochable.
—Pues, lo que me ha dicho Redondo desmiente totalmente lo que te ha contado Aquilino.
—Y viceversa —dijo el Coíno—. Pero esto lo arreglo yo enseguida. En cuanto vea aparecer en el campo a Aquilino, lo agarro por la pechera y te aseguro que me dirá la verdad.
—Tranquilo, Antonio, que no creo que sea esa la mejor manera de actuar. Aquilino es un muchacho que tiene agallas y orgullo. No hay más que observar con qué rabia disputa la pelota al contrario, cuando la pierde. En cambio, si le pedimos, tú y yo, que nos diga la verdad o que, de no hacerlo, se puede despedir del equipo de la Safa y de jugar en su pueblo…
Pues ahí también se equivocaban los dos amigos, porque tampoco la operación chantaje les salió como ellos deseaban. Al contrario: Aquilino les dijo que a él las amenazas y coacciones no le surtían ningún efecto y que, incluso, estaba dispuesto a renunciar a la camiseta del equipo Safa.
—Si se lo dije al padre Nieto aquella tarde del martes, era porque esperaba que suspendiera al “Maestro” sabelotodo; y, si os lo dije a vosotros, era porque pensé que le daríais una buena lección —y levantaba el puño derecho—. Las otras consecuencias me importaban un pepino. Veo que no ha sido así y que mi deseo de venganza no se ha cumplido —y, como rumiando para sí, murmuró—. Pero ya caerá en otra ocasión.
Cuando Aquilino les dio la espalda y echó a correr hacia donde estaban los demás, se oyó la voz del entrenador, don Antonio Domínguez, que gritaba:
—¡Eeeh! Vosotros dos, los charlatanes de siempre, ¿queréis venir para acá?
Mientras le daban vueltas al campo de fútbol corriendo, los dos iban pensando lo mismo: que Paco Redondo había dicho la verdad y que era Aquilino quien había mentido, con objeto de vengarse de las vejaciones de su paisano. Pero, si Aquilino asegura que vio al padre Nieto el martes, poco antes de la comida, ¿cómo explicar que en la clase de las diez de la mañana de ese mismo martes el jesuita les gritara aquel «¡Estoy al corriente de todo y os aseguro que las vais a pasar canutas!», que los dejó paralizados?
No cabía, pues, la menor duda y los dos llegaron a la misma conclusión: el jesuita ex legionario, como a veces se hace en el póquer, se había marcado un auténtico farol. Él pensó que todos los indicios de que disponía ‑desde el encierro del Coíno y lo que este había hecho en su cuarto, hasta el que sus alumnos habían hecho un examen impecable‑ le conducían a la conclusión de que le habían copiado en los exámenes. Pero, como necesitaba una prueba clara, fehaciente, definitiva, la obtuvo cuando, durante la filípica, los amenazó con el suspenso generalizado ‑ahí el farol‑, si el culpable no se delataba. Y el culpable se delató.
—¡Pero qué idiota fui! —pensabas, mientras corrías en el entrenamiento—. ¡Cómo caí en la trampa que me tendió el cura Nieto! Ahora lo veo todo claro: Paco Moreno no le había dicho nada a nadie, ni el padre Nieto necesitó la mentira de Aquilino, puesto que aquella misma mañana yo ya me había delatado. ¡Vaya con el ex legionario! —te dijiste, mientras se te encendía en los ojos una chispa de admiración—. ¡Aunque esté calvo, no tiene un pelo de tonto!
La verdad es que, prácticamente desde el principio, el padre Nieto se había tomado la trastada de sus alumnos como un enredo o pasatiempo, casi como un divertido pugilato. Con la importante ventaja de que él ni se jugaba ni perdía nada. Pero, en cambio, si lograba descubrir el enigma, podía ganarse el respeto y una cierta admiración de sus alumnos. Por eso, cuando, después de aquella primera clase en la que simuló un rabioso enfado, veía a alguno de ellos por los pasillos, nunca se mostró enojado ni resentido. Antes al contrario, esbozaba una sonrisa e incluso le enviaba un guiño complaciente al resposable de la trama, cuando con él se cruzaba. Porque al fin y al cabo, ellos, sin ser quizás totalmente conscientes, se habían jugado ni más ni menos que la expulsión del colegio, con las graves consecuencias que de ella derivaban, ya que sus estudios no estaban oficialmente homologados. Pero él también había aprendido una lección: que si los chicos habían sido capaces de arriesgar tanto, la mejor respuesta que podría darles era la eliminación en los exámenes de las preguntas que él llamaba «objetivas». Porque ellos tenía razón: tal tipo de preguntas no solamente convertían el examen en un ejercicio aleatorio, sino que también, y quizás sobre todo, no era la manera apropiada de valorar la capacidad crítica de un alumno y sus conocimientos acerca de la actitud ética y la sensibilidad estética de una sociedad, tal y como se podían manifestar en un texto literario.
Se jugó, pues, el partido de fútbol en Villanueva del Arzobispo en el que Aquilino, si no logró marcar, al menos brilló por su generoso y maratoniano esfuerzo, que terminó arrancando los aplausos de sus paisanos.
Transcurrió, como siempre, el mes de mayo, con la eclosión de la magnífica primavera jiennense, con sus rosarios de la aurora de los domingos, caminando por los patios del Colegio bajo el suave olor de las acacias: aquellos rosarios que les hacían desayunar a una hora imposible, tras la misa cantada; con los torneos deportivos y literarios bajo la batuta del director don J. María; con las pequeñas excursiones a campos y aldeas cercanos al colegio. Actividades, todas ellas, que animaban la monocorde y rutinaria vida del internado. Y llegaron los temidos exámenes de fin de curso que, una vez más, se echaron encima casi por sorpresa. Puesto que ese año se les había cambiado el profesor de Matemáticas, el centro de preocupación y desasosiego se trasladó, naturalmente, a la Literatura.
Aquel martes, a las diez menos cinco de la mañana, los alumnos de Quinto de Magisterio se dirigían pensativos a la sala, en donde tendría lugar el examen de Literatura con al padre Nieto. Todos recordaban aquella frase que el jesuita les había dicho en la filípica de marras:
—El examen final lo vais a sudar; que de eso no os quede ni la menor duda; pero sólo suspenderá con toda seguridad uno de vosotros: aquel que me declare que él ha sido el responsable de esta trama. Ese caerá sin remisión.
¿Qué había que entender por ese «lo vais a sudar»? ¿Quería decir que se multiplicarían las famosas «preguntas objetivas»? Todos recordaban que cinco años antes, cuando llegaron por primera vez al internado, el curso lo componían sesenta y nueve alumnos. Ahora sólo quedaban dieciséis. Y todos miraron al compañero de Villajara.

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