Paracaidista en Cristo Rey, 2

09-01-2009.
Era el Rector un jesuita de las tierras llanas y de caminos rectos. Apenas escuchó las pretensiones de Burguillos, le dijo:
—Es usted el hombre que andaba buscando. Alguien que eleve el ambiente. Que deposite un poco de humanismo en este mundo técnico.

Y Burguillos pensó que para entretener el curso aquello le serviría.
El padre Rector, David Pérez Delgado, antes de que Burguillos sugiriera cifra alguna, adelantó una cantidad exploratoria. Burguillos, que ya sabía algo de la atávica tendencia de los jesuitas en temas salariales, muy pudorosamente la echó para arriba. Los jesuitas, tan clásicos, por aquello del nunquam nimis, el exceso que ponen en la gloria de Dios lo nivelan en la moderación salarial de sus empleados. Aceptó la corrección. Pero al bueno del hermano Administrador se le olvidó… Como también se le olvidó hacerle contrato y ponerle en la Seguridad Social.
Este encuentro hubo lugar el veinte de noviembre de 1965, aniversario de la muerte de J. A. Primo de Rivera. Acudió a cumplimentar a sus amigos de la OJE. Le propusieron vestir la camisa azul y trabajar con ellos.
Diligente y a contrapelo del alma, se incorporó a los dos días. «Si huelgo ‑se decía‑ hasta después de Reyes, correteo medio Valladolid. Encuentro otras opciones y cotejando, estimando y desestimando me despedazo. Y descarto Cristo Rey. Que la primera impresión fue áspera y angustiosa como una camiseta estrecha de esparto».
Vivía Burguillos en la antigua Casa de Ejercicios. Allí se reclutaban los estudiantes de INEA y un grupo de los alumnos de Bachillerato Electrónico.
Convivía con tres jesuitas virtuosos. Se vivía con austeridad y malcomían con los chicos. Pero todo ‑ambiente, alojamiento y pitanza‑ era espléndido respecto a lo que aguantaban las bandas de Cristo Rey, penosamente hacinadas. Un solo comedor había. Dos veces, por curiosidad lo visitó. Antes de llegar, afligía a la nariz con tufaradas de rancio y de fritangas. Oscuro de día, nebuloso de noche. Las bombillas distantes, peladas, a gran altura, no resplandecían, veladas como estaban por los vapores del rancho. Un enorme tendejón era, a través de cuya techumbre la luna hacía guiños a los comensales. Al pie de la marabunta, andaba un Prefecto joven, bondadoso. Un poco crudo. Había muchos coadjutores. Algunos con otros maestrillos, eran inspectores. Luego, había algunos universitarios. Y Antonio Araque.
Araque era un resto remoto del primitivo Cristo Rey. Pequeñito, débil. Pequeñas y flojas las manos. Siempre frías. A partir de los pómulos, la cabeza se le estrechaba sensiblemente. Sonriente, servicial, cariñoso. Hambreando siempre el cariño que no tuvo en la infancia.
El padre Rector le marcó a Burguillos un día de la semana para despachar y dialogar con él. Luego, lo llamaba con frecuencia. Acaso fuera poroso a los temas educativos. Era buen conversador. Esto le hacía moroso en las entrevistas.
Le sorprendió Burguillos con dos festejos: la cabalgata y pregón de las fiestas colegiales; y el homenaje a un hermano coadjutor en sus últimos votos. Todo quedó curioso, lucido. Para Cristo Rey, único, espléndido.
A Burguillos le extrañaba un hombre que, muy a menudo, rompía sus diálogos con el Rector. No fallaba. Nada más entrar, le asía al Padre la diestra o la siniestra y se la besaba fervoroso. Y, de inmediato, se inmiscuía en los temas de nuestra conversación. Y cuando no dictaminaba sobre los mismos los desviaba, contando sus batallitas, siempre exitosas, con alumnos y profesores. Era pequeño y encogido como un gorgojo. Débil de voz, escaso de vista. Y las manos, pequeñas y descarnadas. Pero qué grande de ánimo. El mismo Rector le dijo a Burguillos que era el alma de Cristo Rey.
Realmente le admiró. Porque, pese a su poquedad y a su flema, cuánto campo cubría: secretario, director técnico, jefe de estudios… Daba las ocho horas de clase de antaño. Y, además de perejil en todas las salsas, era devoto en todo acto de culto.
Burguillos, más que esta su capacidad ubicua, le envidiaba su carácter seductor que, a rectores, jesuitas y profesores ‑como las serpientes a los pájaros‑, fascinados los tenía. En sus primeros años, los rectores se lo trasmitían unos a otros como talismán milagrero.
La hora desacostumbrada… Cierta urgencia y alteración en la voz del Rector… A punto de estrenar los pabellones, a quemarropa, le propuso a Burguillos hacerse cargo como Prefecto de Bachiller y de las Maestrías… Al vigente Prefecto le endosaba las oficialías y las purrelas1 de los “Prepas”.
—¡Hombre, hombre! Déjamelo pensar…
Y aunque le halagaba, lo sometió a juicio muy aquilatado. Aceptarlo era ligarse con Cristo Rey. Y por entonces nunca pensó Burguillos radicarse en Cristo Rey. Que bien veía él que era embrutecerse arreando a aquella indómita turbamulta.
Por otra parte el padre Quintanilla, Director de INEA, le tentaba…
Burguillos recordaba entonces sus andanzas allá por Los Cerros. Y en sus reflexiones llegó a la certeza de que era prematuro. Que acaso en el momento que diera suelta a su afán creativo, innovador, más pronto que tarde, todo volvería a repetirse. Y casi envidiaba la capacidad de influencia suave y adhesiva del hombrecito de las gafas fuertes y las manos débiles. Y dijo «¡No!». Y no fue por desconfiar de sus capacidades para asumir el cargo de Prefecto… A su desamparada condición de laico aterrizado por sorpresa, se sumaba el respeto del “gran Cristo Rey”.


1 Purrela. Cosa despreciable.

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