¡El verano!, por fin, a su aire, 1

26-06-2008.
Muy bonito, grande y dorado. A Burguillos le duraron el sol y la alegría desde el veinte de junio hasta el diez de octubre. Se le figuraba el verano como una gran tarta que repartía en porciones. Moral, su casa y sus padres eran a modo de cuartel de base. Tras cada escapada, siempre, lleno de gozo y nostalgia, recalaba allí. Allí reponía calor de familia y activaba su sentido de pertenencia. Allí volvía a todo lo suyo. Sus padres, hermanos, sobrinos, amigos… Su campo…

Volvieron las tertulias, irrepetibles, en casa de doña Pilar. Las gentes, que no se hacían a su “solteronía”, lo casaban con Julita. Julita era más solterona que Burguillos.
Hizo un campamento, como mando menor, en Cantabria, con los amigos del Frente de Juventudes. Lo integraban adolescentes del Hospicio de Valladolid y niños de Cristo Rey. Unos y otros… ¡esos sí que eran pobres! No eran la delgadez o deficiencias orgánicas lo más llamativo. Llevaban cosidas a su persona, desde que nacieron, otras hambres más graves. Ariscos, recelosos, resabiados. El páter Pitadeveiga, cordimariano, cuyo sacristán fue Burguillos, echó el alma con ellos. ¡Qué distintos a los niños de la Safa! ¡Pobres hijos, con todas las necesidades básicas en cueros vivos!
Y a Comillas acudió a recargar nostalgias, colores, vientos y baños. Al día siguiente de su llegada, a Burguillos le pareció que nunca había dejado La Cardosa.
En este frecuente zigzagueo, asimiló los primeros rudimentos y ventajas del autoestop. En Moral, siempre le esperaban cartas. Cartas, antiguos recuerdos que se resistían a la ausencia, al olvido. Compañeros de Valladolid, amigos de Comillas. Y algunos de los chicos de Úbeda. En Moral tuvo días para trillar. Cabalgó el campo con Eduardo, cada día más dócil y aventajado. Algunas tardes lo pospuso y montó el potro de sus sobrinos. ¡Cuánto amó desde niño los caballos!
Viajó a Santiago de Compostela. Y al regreso se quedó cuatro días en Villaluz de Alba. ¡Qué belleza de nombre! Fue una delicia para todos. Doña Angélica fue quien más la gozó. Recobró su ingenio y humor. Comían en el salón de los retratos porque era la pieza más fresca. Un vasito de vino del Bierzo los animaba a todos. Ya en la primera comida le preguntó con leve retintín:
—Dime hijo, ¿cómo llevas el modelado de las almas de aquellos pobres niños?
—Muy a punto, Doña Angélica. Son un encanto mis béticos…
—Dices que son pensionados…
—Sí, señora. Y como son muy listos, aprovechan la oportunidad con avaricia. Se parecen a la tierra de la huerta, que cualquier semilla que le caiga encima la hace flor o espiga.
—¿Y cómo siendo tan listos, —preguntó la dulce Isa—, les dejáis en maestros de escuela?
Burguillos pormenorizó la política de la Institución. Sus fines ambiciosos y nobles. Y como tantas veces, le arañó el abrojo de la misma idea. Lucas, Montoro, Ferrer, Utrera, Arévalo… y cien más ¿qué harán con el alto margen sobrante de capacidades? A ese guardar el esplendor bajo el celemín ¿se resignará la sabia Naturaleza? ¿O protestará con disconformidades psíquicas?
¡Cuánto hablaron! Y aun en silencio, leyendo u oyendo el agua que llenaba el estanque ¡qué a gusto se encontraban!
Burguillos, melancólico, romántico, les recitaba en sus mejores tonos Las fuentes de Granada: “¿Habéis sentido, en la noche de estrellas perfumada, algo más doloroso que su triste gemido?”.
Isa, más serena que nunca, estaba en todo con naturalidad. Cuando refrescaban en el porche ya no había trueque de vasos. Tenía Isa un grupito de amigas muy animadas. Cooperaba muy activamente con la parroquia. Había dado alguna pincelada de modernidad a la casa, respetando el excelente carácter solariego. La habitación de Burguillos fue la de siempre. Ahora olía a membrillo y nadie lo despertó con el «“Alevántate”, mozo…». Las amigas de Isa, muy evolucionadas, los fotografiaron con flash. Burguillos buscó los fondos y luego dispuso la composición del grupo para hacerse algunas fotografías con doña Angélica e Isadora. Se despidió visiblemente “amurriado”. Isa estuvo en el adiós entera, tranquila. Durante toda su estancia estuvo amable, servicial, hasta cariñosa, pero sin tensión alguna. Pensó que, definitivamente, se había desprendido de aquella comezón. En un abrazo conjunto les dijo que las quería mucho.
En el viaje, Burguillos cavilaba. Su vuelta a Úbeda seguía condicionada a que lo liberaran de “paracaidistas” y le hicieran responsable de la Segunda División. Aun así, no sabía si le compensaba volver. El único tirón se lo daban los chicos, abiertos como surcos… Pero… a sus años ¿le era humanamente rentable gastar unos cuantos más en probaturas? Por prudencia y temperamento, dada la calidad de los chicos, tal vez se pudiera crear un ambiente más claro e inquieto. Pero lo que es entrar a fondo en la problemática real de los muchachos, dadas sus carencias pedagógicas, ¡nada! ¿No sería cosa de mandarlo todo al carajo y entrar a derechas, como un miura, a por Isa? Que bien lo había querido siempre… Aunque parecía que ya se le había pasado la fiebre y ya acaso ni con flores. ¡Que era mucha hembra la Isa! Pues estaría bueno que por sus tiquismiquis, por apuntarse a los ciento volando, se le hubiese ido de la mano el mirlo blanco…
Sus ancianos padres le animaban cálidamente a que se casara. El padre se lamentaba con sus amigos:
—No arranca. No se decide. Va a hacer como con el curato. Animádmelo. ¿Qué hace un hombre soltero toda la vida?
La madre también, más frecuentemente, le hacía sus cargos y consideraciones:
—Un hombre solo, hijo, es un ser descabalado. Negarse al amor es una desgracia. Si es por egoísmo, un pecado… Siempre hay un roto para un descosido…
Un buen día llegaron las fotos de Villaluz. Las vio toda la familia. A todos admiró el salón, las rejas, los azulejos del porche, el aguamanil… Pero Isadora fue la que suscitó los comentarios más encendidos. Más de uno preguntó la edad. Eludía Burguillos la respuesta. A su madre, a solas, se la confesó.
Estas admiraciones y comentarios le contentaron e incluso le reavivaron las moribundas ilusiones y conveniencias acerca de su enlace con la heredera de los Bastida.
Una tarde, a solas con su madre, al hilo de las fotografías, dejó caer:
—No sé, no sé… A veces pienso que debiera de casarme con…
La madre, callada, siguió remendando el sombrero de paja que el padre usaba en verano.
Es muy buena mujer —añadió—. Y pienso que me quiere. Inmensamente rica. No sabe usted la de fincas que tienen…
La madre suspendió el costureo e intuyendo dudas y certezas, respondió mirándolo:
—Hijo, un hombre cabal no se casa por tierras. Se casa por tener hijos con la mujer que ama. Y entonces se lucha por conquistar la tierra y el cielo para los hijos. Y de ahí, Jesús, a poco que tardaseis en arreglaros, no esperes hijos…
Burguillos escuchaba a su madre como si fuera un oráculo.
—Tu padre era un roto. La noche y el día. Pero era muy guapo. Salado, valiente y muy trabajador. Mis padres, tus abuelos, nunca le tragaron.
Bien se sabía él esa historia. Pero le gustaba oírsela a su madre. Era su historia y esta vez se la contaba en otro tono.
—Yo me enamoré y salté por encima de todo. Y llegué a la noche de bodas como llegan las mujeres formales. Y tu padre no me dejó descansar el vientre. Once hijos me hizo. Y tuvo salero para sacaros adelante y comprar tierras.

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