Un amor imposible

19-06-2008.
Pasada la Navidad, retornó a la Safa. Quien más, quien menos, todos escépticos e inseguros. La provisionalidad estaba en cada uno, pero afectaba sobremanera a los profesores casados.
Los chavales lo recibieron bien, alegres y afectuosos. Fue el único pequeño aliciente en aquel desangelado retorno. La alimentación de la muchachada, penosamente escasa. Burguillos, muy de noche, merodeaba la cocina y el comedor de los jesuitas. Y siempre caía alguna naranja, galletas, pan… Poca sobrealimentación era para mozos en pleno desarrollo. Pero a uno o dos les acallaba un poco el estómago. Hubo suerte y nunca le sorprendieron in fraganti. Y noche hubo en la que dio dos viajes. Los bolsos de su americana terminaban anchos como fardelas.

Al maestrillo Wenceslao sucedió el padre Lupiáñez. Hombre de poco bulto, pero afable, sereno y honesto. No se le apegaban los chicos, pero los trataba con respeto y educación. No sé si le querían, pero no le rechazaban.
Burguillos advertía con cierta extrañeza que, a pesar de su timidez y su puesto de segundón en cargo tan precario, crecía su ascendencia sobre la gente de la Segunda División. ¿Sería su política no represiva? Quizá también fuera su forma de hablarles y el interés por sus cosas.
Burguillos seguía husmeando guayabos. Algo le quedaba por ver. Pero ya no perdía la cabeza.
En la Sala se aburría. Siempre lo mismo. Todo a remolque de los estatutos, planes de estudio y normas de comportamiento de los años de la fundación. Alguna vez, tímidamente, sugirió cambios académicos, revisión de criterios educativos… Por ejemplo: ¿por qué no cambiar la Preceptiva Literaria por un texto más moderno? Algo orientado ya a la interpretación de textos y composición literaria. ¿Por qué no tomar el Inglés con seriedad? Además, una biblioteca… ¡Pobre Blanco Peñalver! ¡Cuántas cargas de libros llevaba a la División y devolvía a la Biblioteca Municipal! ¿Por qué no evitar en los alumnos la obsesión por las notas? ¿Por qué no ayudarles a vivir relajados y felices, sin respeto reverencial a nadie?
Burguillos fue feliz el día en que se atrevieron a mantearlo. Aquellas observaciones y otras minucias le malquistaron. Parecía algo así como si intentase cambiar las Constituciones de la Compañía o entrar a saco la Tora.
De cierto modo y con energía se le advirtió que tratase de no innovar nada. Que se limitase a vigilar e impedir desórdenes. Y a castigarles si les hubiera. Estos toques y actitudes le chafaban a Burguillos el poco ánimo que le quedaba.
El ser humano –pensaba‑ necesita algo; por lo menos unos céntimos de satisfacción para encontrarse a gusto consigo mismo. Sólo cuando este bienestar es duradero y redundante llega a beneficiar a otras personas.
Esta satisfacción Burguillos la tenía muy averiada: amores en solfa; matrimonio colgado de la lotería nacional; promoción, ad kalendas grecas; comida, floja; sexo, por la gracia de Dios, en ayunas… Los ignacianos, los suyos de toda la vida, ariscos. Claro, que le quedaba Dios. Pero, cuando tenía paz para un tú a tú con Él, nunca sintió que Dios le quisiera sometido ancilarmente, sin campo para la iniciativa, la creatividad y el crecimiento personal. Era demasiada renuncia a cambio de un escuálido salario. ¿No estaría él traicionando el bíblico «Creced…»?
Lo que sí era cierto es que lidiar todo el día con béticos marchosos y sandungueros, cuando el alma se agrietaba, no era el mejor clima para escribir un poema pedagógico.
La falta de iniciativas, de proyectos, de objetivos, cuando hay capacidad para desarrollarlos, deriva en algo tan demoledor como el aburrimiento. Y es que la monotonía, el prosaísmo, mantenidos, estructuran un estilo de vida tan árido que no hay tempero para el sueño, la ambición ni el entusiasmo. Y cuando esto falta, la alegría de vivir y trabajar se amustia y marchita.
A Burguillos le preocupaba su vacío interior, existencial. Porque el aburrimiento es eso, agotamiento de preguntas y respuestas íntimas. Y le preocupaba porque el aburrimiento, como una estepa interior, era la alfombra para la angustia y la depresión. La neurosis acechaba. Su apagamiento, sin duda, llegaba a los chicos.
Aceptó Burguillos unas clases particulares estimulantes. Los hermanos Moya Saro acudían diariamente a la Safa. Los tres eran un encanto. Antonio, el pelirrojo, derramaba placidez. Algún día estuvo Burguillos en uno de sus cortijos.
Con Bangueses acudía al cine y a alguna cita con sus amigas y admiradoras. También frecuentaba encantado a la familia Castillo. Aquellas tres niñas… Tres diamantes mal engarzados eran… ¡Qué ángel! ¡Qué fuerza de atracción! Estar, dialogar con ellas era una fiesta del espíritu. ¡Qué entereza! ¡Qué elegancia natural! Jamás les escuchó una palabra de autocompasión. Ni una crítica de nadie. La inmovilidad, el plomo de sus piernas lo compensaba el vuelo de su espíritu sosegado, angelical y certero. Despiertas, inteligentes, entusiastas de su formación y cultura. Burguillos les dio clases de latín. Rápidas en captar y memorizar. Para él fue una distinción y un consuelo ser invitado a su mesa.
Quizá no debió… Pero lo había pensado mucho. Y le pareció que también, siendo tan lindas y maduras, también tenían derecho a escuchar cosas bonitas.
Estaban solos Pepita, la mayor de las tres, y Burguillos. Departían sobre las conocidas comunes que podrían encajarle a él como partido. La miró lleno de ternura. Le tomó de sobre la mesa la mano apenas viva y le dijo:
—Pepita, si fuera posible, mi único partido serías tú. Porque eres la niña más dulce que he conocido…
Se ruborizó, sonrió y se le llenaron los ojos de vida.
—Seremos hermanos.
Y como hermanos se escribieron durante años. No fue una limosna ni una impertinencia. Fue la voz del corazón. Porque Burguillos estaba platónicamente enamorado de Pepita. Hacía de secretaria. ¡Qué preciosidad de letra redondilla! Le contaba muchas cosas en nombre de toda la familia. Sus hermanas siempre le ponían alguna cosita. Nunca aludían a su estado de salud.
Todas estas relaciones, sabrosas y confortantes, levantaron el ánimo de Burguillos. Pero eran compensaciones al margen de su vida y quehacer profesionales. En sus frecuentes cavilaciones pensaba que la profesión, ante Dios y ante la propia conciencia, ha de justificar el hecho de vivir. Y cuando la responsabilidad es el último criterio determinante, sobrepasa el modus vivendi. El manoseado ad maiora natus sum no apunta únicamente a valores celestiales. Incluye madurez, creatividad, autorrealización. Taponar este proceso al ser humano es condicionarle al desencanto, al desajuste, a la minusvalía… Y esta era su situación. El trabajo que desempeñaba era mecánico. Manejo, trasiego de la gente y presencia disuasoria. Ni una iniciativa, propósitos ni riesgos. «Hoy como ayer, mañana como hoy / ¡y siempre igual!». Ya no era cuestión de desdoro social y penuria económica. Era condena a un reduccionismo personal sin más contrapartida que la generosidad divina… Y Burguillos se rebelaba contra sí mismo. «Estoy resistiéndome ‑se increpaba‑ a los encantos y posición de Isadora por no uncirme… y me someto a ser vigilante… vigilado. ¡Calzonazos!».
Cuando ya el curso iba boca abajo, acudió con todo eso al padre Rector. Y en sustancia, le expuso que si su cometido en la Safa estaba fijado en vivir y trabajar como un minus habens a las órdenes del maestrillo de turno, él dejaba la Safa…
—Y conste, Reverendo Padre, que no es por la comida y el salario. Es por la inanidad a la que se me reduce en mis mejores años…
—Ya le propuse la dirección de la Safa de Linares… Y usted la rechazó. ¿Estaría usted dispuesto a reconsiderarlo…?
—Padre, ya sabe usted que a mí, de no ser en Úbeda, en la Escuela de Magisterio… otro lugar no me interesa.
—Sugiérame entonces algo.
—Si Vuestra Reverencia me juzga capaz de llevar la dirección de Linares, ¿no podría llevar yo la Segunda División sin la férula de maestrillo alguno?
 

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