14-06-2008.
A gala tienen algunos políticos (y una política en especial) definirse como liberales.
Bueno, es una opción como tantas otras. Unos se sienten comunistas y hasta lo dicen (porque el término, pese a su evolución histórica, no ha sido degradado a la ignominia); otros centro‑reformistas; socialistas dicen que los hay y así se tildan; y un “carretón” más. Fascistas existen, pero pocos lo declaran; es cierto.
Pero vayamos a los liberales. En otro tiempo sinónimo de modernidad, revolución, soberanía popular y hasta anticlericalismo. Quedaron con la conveniencia: la del capital y la de la llamada “ley de la oferta y de la demanda”, gran invento de la economía liberal. Su doctrina política en general se aceptó y utilizó; y con las mejoras correspondientes sigue funcionando, pese también a los ataques furibundos sufridos de los extremos doctrinarios y dictatoriales, en perfecta conjunción a veces para acabar con la llamada democracia burguesa. Y ahí se estancaron a conciencia.
En el diecinueve, el papa Pío IX ya lanzó el tremendo documento llamado Syllabus(adjunto a la encíclica Quanta cura) donde el pontífice y sus elementos más conservadores atizaban en firme a los males que con el siglo se les venían encima (y que en realidad ya no estaban en condiciones de evitar); y entre los mismos, y con gran protagonismo por recibir el ataque, estaba el liberalismo. El siguiente papa, León XIII, en la encíclica Rerum novarum se centró mayormente en las otras doctrinas y movimientos que ya se alzaban con cierta potencia, de izquierdas; pero no olvidó que las raíces de todo ello se debían al fermento liberal. La hidra liberaloide había logrado alargar sus tentáculos en todas las direcciones posibles y, conforme los alargaba, se iban transformando en otras tantas doctrinas políticas y sociales más y más perniciosas. Todas condenadas.
El discurso oficial de la Iglesia apenas ha variado; yo diría que se ha vuelto a reencontrar en esos anatemas. Hombre, hay matices y gradaciones, pues el tiempo no pasa en balde; pero los intentos de conciliación han sido cercenados.
Sin embargo, existe un transparente olvido respecto a lo que se dijo contra el capitalismo y el liberalismo. Transparente, sí, porque no deja lugar a dudas sobre las preferencias ideológico‑sociales de la Iglesia actual. No hay apenas ninguna palabra más alta que otra en contra de esas dos. Y cuando las hay, apenas y con sordina se pronuncian y se exponen.
Nuestro insigne, y dicen que muy bien relacionado cardenal, el primero aunque no Primado, ve con amantísimos ojos a su presidenta, tan declarada liberal ella; incluso anima el cotarro liberaloide en ondas y medios comunicativos; hace llamados a libertades de expresión y religiosas (¡quién lo diría después de los documentos citados!); y se arrima al capitalismo más feroz; incluso lo practica o permite incursiones en el mismo. Nada ya que ver con lo del siglo diecinueve, se me diría, y es verdad; pero tanto debería serlo, que las demás condenas contenidas allá tampoco debieran repetirse e incluso aumentarse. Pues es lo que se está haciendo con lo que queda del naufragio ideológico del cuerpo filosófico y doctrinal del progresismo.
Mas no nos preocupemos, que para demostrarnos que el liberalismo está superguay, vamos, hecho un chavalín de destete, ha acudido la Comisión de nuestra querida Unión Europea, el culmen de lo liberal en el rancio continente, y propone que se puedan trabajar hasta sesenta y cinco horas semanales. Cosas de oferta y demanda del mercado laboral, afirman los sempiternos liberales. Se ve que ellos no lo practican o sufren en sus carnes, pues bien se cobran unas escasas y a veces infaustas pertenencias a consejos de administración y direcciones o presidencias de empresas. Sí, todo es un mero mercado, donde siempre el más fuerte se beneficiará del más débil.
La oferta y demanda en el mercado de trabajo ya dio como resultados, en ese trágico siglo diecinueve de las revoluciones industriales, los trabajos de niños y mujeres en condiciones infrahumanas. Todavía colean esos mismos efectos en los llamados países en vías de desarrollo o emergentes. Ahora, el aumento de la jornada laboral, según las posibilidades de cada empresa (costes salariales), será aconsejada aceptar y premiada con la estabilidad a quienes se la traguen, en detrimento de quienes la rechacen. Oferta y demanda, amigos: liberalismo absoluto.
¿Lanzarán ahora diatribas en pro de la convivencia familiar y sus valores nuestro liberal cardenal y sus segundos? Porque no hay la menor duda: una jornada laboral que llene unas once horas diarias tiene poco espacio para la reunificación familiar y su ejercicio (cuenten, además, el tiempo que se debe invertir en los desplazamientos y larguen cuentas). Por acá sí que se ataca verdaderamente a la familia y no por otras acciones muy parciales y no generalizadas.
No saldrán ensotanados y secuaces, con amigos políticos liberales, a las calles de la ciudad capital para mostrar pancartas de desacuerdo. No rezarán rosarios interminables frente a las sedes comunitarias. Tampoco invitarán al ejercicio de la objeción de conciencia. Nada. Alguna palabrilla discordante, a media voz como siempre; algún artículo para lavarse la cara frente a los cristianos más críticos, pero no más. Lo verán y veremos.