El último ermitaño

12-06-2008.
El espectáculo, a pesar de conocido, no deja de tener una belleza excepcional: es Cazorla y su sierra desde lo alto de esta atalaya, Úbeda, cuando el sol ya inicia el declive buscando el ocaso y el tenue velo vaporoso del valle marca con ráfagas de tornasol cada uno de los rincones serranos de la capital del Adelantado.
 

El catalejo nos aproxima detalles, nos revela matices con tintes de oro de una monumentalidad natural inconmensurable, idolatrada y salvaje, que alberga lugares entrañables como las ermitas de la Virgen de la Cabeza y la de san Isicio, la Peña de los Halcones, los castillos de la Yedra y el de las Cinco Esquinas…; y un poco a la derecha, entre el verde oscuro de la exuberante vegetación de un pequeño barranco, surge dominante la espadaña del Monasterio de la Virgen de Monte Sion.
Te propongo una escapada estival de fin de semana para visitar este genuino establecimiento eremítico habitado por un único ermitaño: fray Antonio Rodríguez Roldán.
Situados, por tanto, en la vieja plaza de Santa María de Cazorla, con atuendo adecuado para andar por un empinadísimo sendero de tres kilómetros. Una hora de marcha en la que daremos buena cuenta del colesterol y pondremos a prueba las piernas y la capacidad de los pulmones. Desde la plaza, la emprendemos por el camino de san Isicio hasta llegar, a unos quinientos metros, a la fuente de la Pedriza donde dice la tradición que fue apedreado (lapidado) este santo varón apostólico, hoy patrón de Cazorla. Desde la fuente, cogemos a la izquierda y ya no habrá confusión alguna hasta llegar al Monasterio, una preciada joya que Cazorla tiene perdida en su sierra. Si físicamente la marcha supondrá un sedante para la noche, espiritualmente supondrá un deleite para el alma.
El templo fue levantado en el año 1607 para alojar en un voluntario retiro monástico a ermitaños de la orden de san Pablo y san Antonio Abad, orden que contaba con diversos establecimientos o conventos a lo largo y ancho de la geografía española. Hay que destacar que la citada orden denominaba con el calificativo de “desierto” a todos y cada uno de sus establecimientos monásticos. Nos encontramos por tanto con la explicable paradoja de un “desierto”, el Desierto de Monte Sion, en medio de un exuberante valle de vegetación enclavado en el idílico paraje del maravilloso Parque Natural de las Sierras de Cazorla, Segura y Las Villas.
Desde la fundación, sus muros sólidos y austeros han sido testigos mudos del paso de cientos de ermitaños que se han ido sucediendo durante generaciones. La norma de convivencia se fundamentaba en el más absoluto silencio; y la filosofía existencial del ermitaño se resumía en tres palabras: ora et labora. Así se desarrollaba la pacífica vida de los eremitas hasta que en 1836, con la desamortización de Mendizábal, el monasterio pasó a propiedad del Ayuntamiento de Cazorla. Los ermitaños se vieron obligados a abandonarlo y el monumento fue entrando en una oscura etapa de abandono; no obstante, sirvió de morada a varias familias de pastores, a quienes el Ayuntamiento lo cedió en arrendamiento.
En 1971, con el último alcalde de la dictadura, el monasterio fue cedido nuevamente a la orden de san Pablo y san Antonio Abad, conservando el Consistorio cazorleño su propiedad. Llegaron cinco ermitaños procedentes del convento o “desierto” de Albox (Almería). Las recias paredes volvieron a rezumar loas y motetes gregorianos y plegarias silenciosas; la extrema austeridad de las celdas, lóbregas y pulcras, alojaron de nuevo a unos santos en vida que no necesitaban nada porque habían renunciado a todo; sólo pretendían alcanzar la Gloria mediante el ora et labora.
La jornada de un día cualquiera empieza a las seis de la mañana con las primeras oraciones; después viene el desayuno; seguidamente se entregan a las labores del campo: son autosuficientes. A las once, lectura y oración, y vuelta al trabajo. A las doce se eleva el pensamiento a María y se reza el ángelus. El almuerzo llega a la una y media: no comen carne; seguidamente tienen una hora de siesta. El tiempo de la tarde lo emplean en diversas labores domésticas, entre las que destacan la confección de sus propias prendas de vestir, hábitos, incluso a veces sandalias. También se encargan del mantenimiento y conservación del edificio, en ir a por el agua y en trabajos de carpintería. A las seis es el rosario. A las ocho se retiran a descansar, sobre cuatro tablas, donde yace un jergón de farfolla y una rústica manta. Finalmente, a las doce, tocan a maitines. Especialmente dura es la disciplina de la flagelación, practicada tres veces en semana por Cuaresma, y todos los viernes el resto del año.
Tras el fallecimiento del superior del desierto de Monte Sion, Juan de la Torre González (el padre Juan) en 1998, el hermano Antonio Rodríguez Roldán, fray Antonio, es el único morador del Monasterio. Con el padre Juan también desaparece la férrea disciplina “monástica” a que era sometido fray Antonio, a quien el silencio, por razones obvias derivadas de la soledad, le es obligado; no así el sacrificio y la mortificación, voluntarios, como nos lo recuerdan el flagelo y el cilicio que aún conserva.
Nuestro querido fray Antonio sigue fiel y en su destino en el monasterio de Monte Sion de Cazorla, lo que le convierte en un caso excepcional dentro de España. Con motivo de la celebración del cuatrocientos aniversario de la fundación del monasterio, la tradicional romería del último domingo de septiembre ha tenido un carácter excepcional. Motivo por el cual, desde nuestra atalaya, le dedicamos nuestra mayor admiración, respeto y cariño a fray Antonio, el último ermitaño.

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